sábado, 19 de febrero de 2011

Tila

Los pechos de Tila eran perfectos conos geométricos. Construidos, quizás, por una estructura de alambre, terminaban en punta, rígidos, inmóviles, peligrosos. Los recuerdo porque Tila solía abrazarme cada vez que venía a ayudar a mamá con la limpieza de casa. Martes y viernes, llegaba cargada de bolsas de plástico de negocios de Martín Coronado y un bolso de lana tejido, de esos con bordados de llamas y símbolos mapuches.
Había nacido y crecido en Chile y, cada vez que podía, recordaba su tierra de la infancia. A mamá le fastidiaba el continuo anhelo que venía acompañado con elogios a Salvador Allende y con críticas a Pinochet. Eran los ochenta. La ideología de casa no coincidía con la de Tila y, por eso, supongo que mamá se ponía de malhumor con el  permanente recrear de las imágenes chilenas del pueblo del que se había ido para terminar viviendo en los suburbios del Gran Buenos Aires.
Una vez fuimos a su casa en Martín Coronado, detrás de la Fiat. Ella y sus tres hijas vivían en una construcción a medio terminar. De los techos colgaban lamparitas sin pantalla y en el ambiente se respiraba sólo el polvo de cemento de las paredes cubiertas sólo por un revoque maltrecho. Una escalera sin baranda comunicaba hacia las habitaciones, aunque nuestra visita sólo se limitó a una merienda en un tablón sostenido por dos caballetes. Ese día, Tila estaba indignada con su hija Carmen porque, al parecer, había gastado demasiada plata en una cámara de fotos. Ale, mi hermana más grande, se comió un paquete entero de Cherry Lyptus y no quiso tomar ni siquiera un vaso de agua.
Tila limpiaba las casas de la gente del barrio. La de Olga, que vivía justo a la vuelta. La de Ana, que se comunicaba con nuestro patio por una pared tan baja que podíamos saltar y jugar todas las tardes con sus hijos, Celeste y Fernando. La de Malvina, la amiga de mamá que me enseñó a hacer ñoquis. La de Betty, la señora que nos hacía vestidos con las telas baratas que compraba mi abuela en la sedería Robert cuando diluviaba en Cabildo y Olazábal.
Sólo nuestra vecina directa, la señora Ada, repleta siempre de ruleros envueltos en pañuelos de seda, la había contratado para que fuera todos los días a su casa. Supongo que para limpiar la mugre de la decena de pajaritos, perros y gatos que alojaba en su casa, además de las eternas uvas que caían de la parra instalada en su patio.
Mamá siempre decía que Tila tenía lindo pelo. Corto, espeso, negro, sin una cana a pesar de la edad. Como sus pechos rígidos, su cuerpo también era macizo y fuerte. Corría todos los muebles para pasar la aspiradora, se trepaba hasta el techo para eliminar telarañas y hasta alguna vez la vi encerar el patio. A veces, las tareas se invertían y mamá preparaba té mientras Tila se acomodaba para mirar televisión en las sillas azules del comedor de casa.
Los pechos de mamá, en esa época, en cambio, eran redondos, rebosantes. Hacía poco que había nacido Mechi y en los abrazos se notaba la diferencia. Ahora, cuando miro películas de otras épocas, entiendo que los sostenes de Tila se habían quedado en la moda de los años 50, turgentes pero severos.
Los días en los que venía, Tila nos hacía la leche cuando volvíamos en micro del colegio. Nos esperaba barriendo la escalera de entrada o pasando un trapo a las persianas del living. A mí me encantaba que ella se encargara de la merienda. Leche con chocolate bien batida, sin grumos y pan con manteca y azúcar. Me gustaba escuchar su acento chileno. Tila siempre soñaba con regresar a su país alguna vez. Limpió nuestra casa hasta que nos mudamos a Belgrano. Ella siguió trabajando en Ciudad Jardín y viviendo en Martín Coronado. No logró volver a Chile. Hace unos años, llamó Carmen, la hija de la cámara de fotos, para contarnos que su mamá, ya jubilada, había muerto de cáncer.