jueves, 5 de abril de 2012

Elogio del lavarropas


Es herencia de mi abuela, aunque no es la vajilla coqueta que, obvio, tengo heredada y que uso para el té con mis amigas, ni la silla mecedora –que también recibí-, ni tampoco los primorosos delantales de cocina que nunca uso porque son tan lindos que me da pena arruinarlos. No. Es el lavarropas. Y no es que es un lavarropas de los '60, de escenografía, que no me serviría para nada, la verdad, sino uno modernísimo, todo automático, con el típico cajoncito para los productos y miles de programas para elegir. Mi abuela Velia era una señora moderna, diría que más moderna que mi mamá, que siempre me repetía como para que me conforme: “Vos, María Cecilia, tenés tu casa, tu título de licenciada en comunicación social y tu trabajo, sólo te falta tener tu coche y nada más. No te hace falta un novio”. Una genia.

Cuando murió, tuvimos que abrir sus placares, que fue como profanar un sagrario, para hacer limpieza de la casa. Yo cumplí uno de los deseos más grandes de la infancia: descubrir qué escondía la nona en esos roperitos de los que siempre sacaba golosinas en clave de generosidad total: desde cajas de alfajores Terrabusi hasta paquetes gigantes de papas fritas, pasando por chupetines Baby Doll y tarritos de leche larga vida. Festines de domingo a la tarde mezclados con el sonido de fútbol de la radio, con la ginebra Bols del nono y con el juego del pañuelito escondido.

Estuvimos tres días conviviendo con metros de telas para hacer vestidos y trajecitos, con cientos de labiales de toda la paleta de rojos, con un universo fascinante de prendedores, con paquetes de regalos nunca abiertos, con cajas repletas de botones, con decenas de juegos de vajilla y con una colección de adornitos de estilo hipster.

Entre las cosas que recibí, me tocó el lavarropas Coventry comprado hacía sólo un par de años. Insisto, mi abuela era muy moderna. Tanto mamá como mis dos hermanas ya tenían los suyos respectivamente, pero yo, como siempre prefiero gastar en ropa, ropa, libros y más libros y ropa, no había podido invertir en el artefacto. De hecho, lo único grande que compré cuando me mudé sola fue la heladera, porque bueno, era indispensable, al menos, para no tener que salir a comprar un cartoncito de leche todas las mañanas.

Tuve que contratar un flete para traerme el lavarropas, que me costó aproximadamente lo que me pagan una nota. De ahí que me cueste tanto adquirir cosas caras. Como eliminé de mi vida la tarjeta de crédito porque las cuotas me estaban matando, ahora todo es con débito y de una sola vez y mi capacidad de ahorro nula.

Tardé dos años en instalar el aparato, pero no sólo por culpa de mi economía de periodista freelance, sino porque mi ex novio se negaba rotundamente a llevarse las herramientas que tenía instaladas en lo que es el lavadero que, hasta ese momento, había funcionado como taller de marcos y afines. El pibe se fue, se volvió con la madre y a mí me usó la casa durante meses como guardamuebles sin pagar ni medio centavo de alquiler. Él dice que no quería llevarse nada porque siempre mantuvo la esperanza de que volviéramos a estar juntos, aunque en el medio se puso de novio con otra y se fue a vivir con ella. Y mientras tanto, el lavarropas seguía ahí, haciendo de mesita de apoyo en un costado de la cocina, mientras sus herramientras continuaban acaparando todo el espacio.

Cuando logré, bajo amenaza de llamar al Ejército de Salvación y regarlarles todo, que dicho exnovio se llevara no sólo las herramientas –hablamos de una cantidad digna de ferretería-, sino también las cajas radioactivas con libros y cds, además de ropa y de una colección de juguetes antiguos –que me la hubiera quedado-, decidí que era el momento de apostar por el lavarropas. Pero no. Es la historia de mi vida. Para todo tardo siglos, eternidades. Hago lista de pendientes y algunos se van repitiendo toooodos los días durante meses. Y lo peor es que no es que me olvido, es otra cosa, es que me parece una misión imposible cumplirlos y, entonces, no los hago –profecía autocumplida, le dicen- y, a la vez, sé que es cuestión de media voluntad, que no es escribir un paper, ni una tesis de doctorado, no, son tareas mínimas que no logro activar con eficacia. Llamar al plomero es una empresa que, para mí, califica de épica. Hacer la copia de las llaves para la chica que viene a limpiar es heroico. Ir a pagar las expensas todos los meses al banco -que queda a tres cuadras de casa- amerita un homenaje en vida. Llevar el acolchado a lavar implica meses de organización. Y así. Tuvo que pasar otro año para que, al fin, pudiera disfrutar de la ropa lavada en casa. Y no fue tampoco por la decisión consciente de levantar el teléfono y de conseguirme un instalador de lavarropas, sino por el problemón que tuvimos con el gas (y que creo que seguimos teniendo, aunque no se note gracias a los poderes de la persuasión monetaria). Porque resulta que un día, el montañista de planta baja sintió olor a gas y, en cambio de preguntar al resto de los vecinos presentes qué opinaban del tema (yo estaba acá escribiendo, as always), se cortó solo, no consultó y directamente hizo el llamado catastrófico a Metrogas. Ni siquiera tuvo la astucia de llamar a un gasista matriculado, no, llamó al ente proveedor que, lógicamente, mandó a una patrulla que, ante la duda de un improbable escape y consecuente explosión, decidió cerrarnos la llave principal y dejarnos sin gas hasta que se arreglara el supuesto desperfecto. De yapa -unos copados-, hicieron una revisación en cada una de las doce unidades de la propiedad horizontal y encontraron miles de problemitas para resolver en menos de 60 días. A mí me dejaron un formulario en el que decía que tenía que poner cuatro salidas de aire, una válvula de seguridad en el horno y que, además, tenía que reinstalar todo el termotanque. Colgué el papel de un imán en la puerta de la heladera como una señal para reaccionar frente a la urgencia que, por supuesto, no funcionó. Una vez más, la historia de mi vida. Pasaron semanas y no hice nada. Me dolía la espalda de la pasividad. En estos casos, el “no tengo tiempo” es una excusa que no sirve para aplacar el sentimiento de culpa. Si tengo tiempo para escribir más de 9 mil tuits, ¿cómo no voy a tener tiempo para llamar al gasista? Si pierdo el tiempo haciéndome la linda con el flaco de la librería, ¿con qué mentira me puedo engañar? Sé que tengo que hacer algo, me urge y no lo hago. Tema para terapia.

Gracias a Dios, me salvó Maricé, la vecina de la planta baja A, que es un ejemplo de organización cotidiana. Vino un día y me dijo que ella sabía que yo “era medio distraída” y que, si quería, ella podía hacerse cargo de mis arreglos (si yo le daba la plata, por supuesto), así no se atrasaba el tema. En otras palabras, sin cuestionar su generosidad, me quiso decir: “vos te vas a olvidar y por tu culpa esto no se va a resolver nunca, yo me voy a tomar el trabajo de hacerme responsable por vos para acelerar los tiempos”. Y estuvo bien. Fue un razonamiento adecuado. Me obligó a actuar, al menos, indirectamente. La contrataría para que resolviera todas las cuestiones domésticas que me da pereza enfrentar y voy dejando para último momento. Por ejemplo, desde la semana pasada es Maricé la que me paga las expensas, yo sólo tengo que acordarme de llevarle la plata antes de todos los diez de cada mes.

Vuelvo. Que vino Gustavo, el gasista, gracias a la gestión de Maricé, con un equipo de cuatro ayudantes. Y, como ya había invadido la casa yendo y viniendo con la puerta abierta, la música fuerte y el piso lleno de polvo, le pregunté si, de paso, podía instalar el lavarropas. “Ningún problema, le agregamos 300 pesos al presupuesto, chiqui”, me contestó. Un presupuesto de 3 mil mangos que se llevó los ahorros inverosímiles que había logrado juntar durante 2011. Y así, en cuatro días de enero no sólo regularicé la situación con Metrogas, sino que también tuve un lavarropas instalado y listo para funcionar.

No leí el ensayo “Elogio de la lentitud”, pero así podría denominarse mi vida, al menos, la doméstica. ¿Qué hubiera hecho alguien eficiente con un lavarropas recién instalado después de una espera de dos años? Ponerlo a funcionar inmediatamente, supongo. Bueno, no fue así. No tardé años, pero sí dos meses en acordarme de comprar jabón en polvo y en correr el aparato para que el cable llegue hasta el enchufe. ¡Dos meses! Para mí que es el agobio del periodista freelance porque uno ya tiene demasiadas pelotitas en el aire como para andar atajando nuevas. Digamos, el resto del universo puede derrumbarse, puedo dejar de comer o de dormir, pero yo te entrego cada nota a tiempo, te escribo los guiones para la fecha pactada, te presento las facturas antes del 23 para poder cobrar el mes que viene y te voy a buscar los cheques los viernes de 15 a 17, un horario establecido claramente para perjudicarnos.

Lo cierto es que compré el jabón en polvo porque Karina, la chica que viene a limpiar a casa, me insistió tanto que me dio vergüenza la dejadez. Fui a Disco y me traje un Drive baja espuma, el paquetito más barato para el primer intento. Me daba igual el tema, no me emocionaba nada, había terminado por acostumbrarme a la logística del lavadero y no me parecía gran cosa tener o no un lavarropas en casa. Además, pensaba que, después de dos años y unos meses de inactividad, el lavarropas no iba a funcionar, que con tanto tiempo abandonado seguramente iba a terminar pasando una factura más. El día que vino Karina, metimos un par de repasadores viejos en el tambor horizontal, elegimos programa, abrimos la canilla y enchufamos. Nos quedamos las dos paradas inmóviles atentas al sonido y al movimiento del artefacto y, a los segundos, por fin, se escuchó que estaba empezando a cargar agua. Ella se fue a limpiar y yo me instalé ahí, con un banquito y el celular en la mano para contemplar todo el proceso y asegurarme de que la cosa funcionaba. Pero me cansé a los veinte minutos, es mentira eso de que el movimiento es fascinante, sólo da vueltas de un lado a otro. Aunque, eso sí, me iba cada tanto a espiar para ver si ya había terminado. Ya me intrigaba. No sé qué programa elegimos, pero tardó casi dos horas hasta llegar al centrifugado. Cuando la lucecita se apagó, abrí la puerta emocionada y saqué los repasadores relucientes y con olorcito a “Flores del campo”. Y, entonces, supe que el lavarropas se había convertido en mi electrodoméstico preferido, que mi vida ya nunca sería la misma, que podía vivir sin tele o sin heladera, pero no sin lavarropas. Como cuando me dieron los anteojos con aumento y no supe cuánto de mundo, de realidad, me había perdido por no consultar antes con el oculista. Tengo pocas certezas en la vida, tenemos pocas certezas, el amor por el lavarropas es una de ellas, así como el sabor del café con leche o el placer de los cigarrillos de la noche. Las certezas, creo, forman parte del mundo de lo concreto, de las cosas materiales que se pueden ver, tocar, oler. No es que voy a protagonizar la gran escena de Betty Draper con su lavarropas, no, pero es que en el ritual de lavar está la mirada, el olfato, el tacto, los sentidos estimulados.

Después de colgar los repasadores en las sogas que, por suerte, me quedaron de herencia de la propietaria anterior (hubiera tardado todavía más tiempo en instalar algo parecido a un tender), llamé a mi mamá para contarle. Creo que si alguna vez le cuento que estoy embarazada no sé si pondría tan contenta. Varias veces me dijo que a ella le encantaría ponerse un Laverrap. Es feliz combinando productos, definiendo cuántos lavados necesita determinada prenda para quedar impecable, colgando metros de sábanas rozagantes en la terraza. El consejo fundamental que recibí para que todos  pongamos en práctica fue: poner el jabón directamente con la ropa, adentro del tambor, nunca en el cajoncito. Parece que así el lavado es más efectivo y que, además, se evita que los conductos internos del lavarropas no se arruinen con el tiempo. Le pregunté por el suavizante y me contestó que estaba permitido, que lo pusiera en la división del canjoncito que tenía un dibujo de flor.

Después me dediqué a estudiar los programas: algodón completo, algodón suave, algodón con prelavado, lana, sintéticos corto, centrifugado, color programa corto o largo y un montón más que parecen sacados de las etiquetas de la ropa. Ahora entiendo todo. Entiendo, por ejemplo, por qué las marcas de jabón se asociaban con marcas de ropa para convencernos de que compráramos el Skip Intelligent o el Ariel Líquido. No sé por qué no lo hacen más. A mí si viene la gente de Clara Ibarguren o de Levi´s a sugerirme que las prendas van quedar mejor con tal jabón, obvio que lo compro, así, completamente alienada.

El lavarropas es como el dibujito animado de Mister Músculo, pero de verdad. Es el héroe que se viene a ocupar de lavar la ropa, de cuidarla y de hacerlo bien. Creo la fascinación reside en que el artefacto trabaja por mí mientras yo hago otras cosas. Que me libera de la obligación de llevar al lavadero la ropa sucia acumulada y de ir a buscarla dos días después, en el caso de que no llueva. No, acá es todo inmediato. Ensucio, lavo, cuelgo y se termina.

Con el encanto de la novedad, no estoy teniendo una conciencia ambiental demasiado responsable, la realidad es que hago un lavado diario bastante livianito y que estoy cambiando las sábanas y las toallas cada tres días. Pasa que adoro el ritual del lavado. Me compré un canasto de mimbre para meter la ropa sucia: remeritas, jeans, ropa interior, sábanas y toallas. Camino por el pasillo de casa con el canasto entre los brazos creyéndome una lavandera del siglo pasado y me pongo un delantal blanco para darle más verosimilitud a la escena. Como solamente tengo que lavar mis cosas, investigué el mercado e invertí en un jabón de los buenos, nada de Drive ni de Ala, vamos a por el más caro. Skip y Ariel no me copan, hacen demasiado marketing, es como que son para las familias numerosas o para las mujeres que se saben de memoria todos los días de descuentos de los bancos. Le pregunté a mamá qué podía usar y, sin dudarlo, me recomendó el Woolite Completo, que es un líquido de textura espesa, como un licuado celeste, si existiera una fruta de ese color, que dura siete lavados. Agregué un suavizante Vívere concentrado con perfume a “Mañana de sol”, que es tan delicioso que da ganas tomárselo, aunque no tan cremoso como me gustaría. También tengo un Trenet a bolilla que uso previo al lavado para sacar las manchas. El perfume que se respira en el lavadero es tan rico que mudaría el escritorio para trabajar allá, si entrara, claro. A mí me parece que el paraíso debería oler así y que el gobierno debería lanzar un plan de “Lavarropas para todos”, así nadie se queda sin experimentar este enamoramiento. ♥ ♥ ♥ 

lunes, 3 de octubre de 2011

Belleza (o veshesssa)

Volvía de Pilates congelada de frío con mis all star botitas marrones, el jogging negro, el saco de escribir marrón repleto de pelotitas, el pelo atado haciendo un símil rodete con una gomita y las bolsas del supermercado con la leche fundamental para el café que no había podido tomar más temprano porque me encontré con el peor del mundos una mañana de lunes: el sachet vacío. Lavé la taza y la cucharita, me tomé el trabajo de mezclar el café instantáneo con los cuatro sobrecitos de edulcorante para forzar un símil pastita de la que se logra con azúcar verdadera, esperé a que la pava empiece a tirar vapor, eché el agua adentro de la taza y, ya lista para el último paso, el necesario y fundamental chorro de leche. Y ¡ZAS! Sachet vacío guardado sin sentido adentro de la heladera. La frustración que se convierte en sensación física. Es lo que sucede cuando se espera  cierta resistencia natural de peso, pero no esta vez. Sujeté el portasachet verde de diseño comprado en Reina Batata con impulso y decisión y el brazo se me quedó tambaleando a la espera de un peso que no fue, junto con la desilusión y la certeza de no tener leche para desayunar. Si hasta tenía medialunas que sobraron del té de cumpleaños de ayer. Pensaba prepararme un festín en taza extra large. Cambié los planes. Dejé el desayuno para la vuelta y me fui a Disco, que queda al lado de Pilates, a comprar leche y otros insumos para la semana en general, como queso de máquina, sobrecitos de jugo clight y chocolate.
Entonces, vuelvo. A las 11 y 15 volví a casa. La semana pasada comenzaron los arreglos de la fachada del edificio. Todos los vecinos del consorcio queremos que nuestras viviendas coticen bien, considerando, además, que vivimos en un lindo barrio. Pagamos 100 mangos de expensas porque no tenemos administración, nos administramos nosotros y, aunque nunca nadie es responsable de nada, tampoco hay tanto para hacer. Yo me ocupo de controlar a la chica que viene a limpiar una vez por semana, de pagarle con la plata que me da Ignacio, el flaco del segundo A, un soltero que vive acelerado y que se junta día por medio con amigos que, con alrededor de 40 años, gritan un lunes o un miércoles desde que llegan de jugar al fútbol hasta las cinco de la mañana. Acá igual, a todos nos importa muy poco y nadie se queja. A mí no me molesta nada. Y de paso, así me justifico cuando pongo música muy alta a partir de las nueve de las noche, la hora de la medida de whisky y del baile desenfrenado en la cocina.
Me pierdo. Cuando llegué, me encontré con los dos albañiles que están arreglando el frente del edificio. Uno estaba trepado a una escalera pintando ladrillos y el otro salía atravesando la puerta de entrada. Es el mismo que la semana pasada estuvo haciendo las primeras refacciones en el balcón, al que atendí en un estado más deplorable que el de esta mañana. Tanto que, cuando esa misma tarde me lo volví a cruzar cambiada y maquillada para ir a hacer una nota me dijo “no te reconocí, estás linda, siempre tenés que estar así”. Y yo me reí y le agradecí con mi mejor sonrisa porque me pareció un señor grande y serio, un abuelito con buena onda.
Nos cruzamos en el umbral de entrada. Buen día le dije yo y el me contestó con un Hola linda aceptable. Yo venía pensando en el recorrido de La Plata que tenía que escribir y no pensé nada, sólo cerré la puerta y la dejé caer porque pensé que el señor la iría a sujetar antes de que se cerrara con todo el peso y la inercia. Pero no, el hombre no hizo nada salvo gritar de dolor cuando el dedo que tenía apoyado sobre el marco fue víctima del golpe que le dio la puerta antigua de madera de la buena, como dicen que se hacían las cosas de antes. Le salía sangre por la uña y por la yema. El dedo había quedado parecido a los dibujitos animados que quedan sin dimensión cuando los pasa por encima un tractor. Me di vuelta del susto, antes de subir la escalera, y vi al hombre sacudiendo la otra mano como clara señal de dolor. Como muestra de reparación y de amabilidad, le dije que viniera a casa a lavarse, que además yo podía ponerle una venda para cubrir el desastre. Y subimos. Le dejé que me ensucie una toalla con sangre para secarse y le di el jabón Espadol líquido que alguna vez compré en plan “me voy a armar un botiquín”. La venda y la cinta las tenía de cuando me quemé con agua caliente en el verano. Con mis uñas pintadas de rosa Barbie, le vendé el dedo, el del medio, con delicadeza porque el señor decía ay ay cada dos segundos. Después inventé un capuchón y con la tijera de cocina corté la venda y la cinta.
Cuando se fue, me hice el café y me senté a escribir el recorrido, mientras mis amigas me comentaban por el Gtalk el cumpleaños té del día anterior. Entre el barrio Meriadiano y la camisita divina de Paula de estreno, sonó el timbre de casa. Abrí sin mirar, como siempre. Era el albañil que venía con la venda completamente roja y un nuevo pedido de que lo auxiliara. Repetimos el operativo y le recomendé que se fuera al Pirovano a que lo revisaran porque la herida se veía horrible, el dedo deforme.
Alrededor de la una de la tarde cuando estaba a las puteadas con el recorrido, volvió a sonar el timbre. Preparada para el discurso de “no me queda más venda”, abrí la puerta. Pero no, era el albañil, sí, aunque esta vez con la mano vendada por un profesional y una radiografía en la otra. Al parecer, el golpe le quebró una falange. Sentí un poquito de culpa y lo hice pasar. “Todo mal”, le dije haciendo que miraba la radiografía interesada a la luz de la ventana del living, como si entendiera algo. “Perdón”, agregué, “fue mi culpa”. El albañil que, vamos a decirlo, se llama Roberto, me contestó que no, que él se había quedado mirándome por lo linda que era y que se distrajo y que la culpa, en todo caso, era de mi “belleza”. Pronunció la palabra belleza, literal, dos veces porque después agregó “vos sos una belleza”. Y yo me reí nerviosa y caminé tres pasos acelerados hasta la puerta de casa. Roberto se dio vuelta, me pidió que no lo tratara más de usted y me agarró la mano con fuerza intentando acercarme a él. Metí resistencia y le dije que se cuide, que aproveche para descansar, mientras él aprovechaba mi discursito de neutralidad para acariciarme el dedo del anillo de flores. Te dejo mi tarjeta para que me llames. Ah, buenísimo, le contesté, la leí y le dije que estaba bueno que hiciera arreglos de toda clase. Sí bueno, pero vos me vas a llamar para que te invite a comer y salgamos. Veremos, veremos, le respondí con la mano todavía atrapada en la suya. “Sos irresistible”, sabés y por fin me soltó la mano para acercarme la cara e intentar darme un beso. Un beso en la boca, sí. No llegó. Me corrí con los reflejos necesarios y le pedí que no se desubicara con la mejor cara de culo que me salió porque, a la vez, me daba risa toda la situación. Perdoname, es que sosss tan linnnda, espero que llames, igual, te veo cuando retomemos el trabajo.     

miércoles, 4 de mayo de 2011

Encuentro con el aura

Fue en la esquina del hombre poliédrico. Había tenido sesión de psiquiatra a las cinco de la tarde. La conozco hace poco. Muy mística la señora. Se llama Catalina. El consultorio se parece más a lo que imagino como la piecita de un cabaret barato que a un espacio dedicado a la medicina. Las luces son bajas. Hay esferas de colores y otras que brillan con puntitos que se mueven. El diván está cubierto por un cubrecama con letras chinas y 800 mil almohadones que tienen todas las piedritas de fantasía de las que venden en Once. Hay tanto color y sahumerio que es como si la habitación se te viniera encima. En un costado, al lado de la ventana –cubierta de una cortina de terciopelo rojo- tiene armado lo que, a mi juicio, viene a ser un altar. Un altar en miniatura con la diferencia de que acá no está Jesús, la Virgen o algún santo de condición dudosa, sino ese símbolo del ojo adentro de una pirámide. El ojo que todo lo ve. El ojo de Sauron que no se pierde nada. Desparramadas en degradé en una escalinata improvisada y cubierta por una alfombra verde inglés, hay velitas de colores. No es curandera ni hace tarot, es médica psiquiatra de la UBA. El título está colgado de una de las paredes más serias del consultorio, debajo de la biblioteca en la que hay varios libros de psiquiatría y el DSMV. Eso me da tranquilidad. El celeste lavanda de las otras tres paredes sirven de fondo para decenas de cuadritos con imágenes de mujeres de dos cabezas, diez brazos. Otras láminas tienen animales rodeados de fuego y algunos son soles antropomórficos, con ojos y labios sonrientes. Es como un cóctel new age heavy, pero es buena profesional, al menos, la viene pegando con el combo de pastillas que me dio. Me siento mejor y ya no ando llorando en los colectivos.
Vuelvo. La psiquiatra queda cerca de mi departamento. En Pampa y Estomba. A tres cuadras, en Pampa y 14 de julio, está Retamas, la casa de té con las mejores medialunas del barrio. Un lugar tan esnob que aunque ofrece wifi, no tiene ni un enchufe disponible. O sea, si vas con la compu ahí es porque tenés una batería aguantadora, o sea, es relativamente nueva y moderna. No es mi caso, mi máquina aguanta, con toda la onda, cerca de 40 minutos. Entré y me compré dos medialunas para llevar. Eran las últimas que quedaban. Son deliciosas. Livianas, con una capa como de miel por encima, bien húmedas. No me dieron bolsita, así que guardé el paquetito en la cartera y seguí caminando por Pampa.
Cuando vuelvo de la psic o de la psiq, me posesiona un sentimiento de alegría efímero. Lo tengo cronometrado, son, como mucho, dos horas. Me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Que me den algunas pautas para la semana y creerme que, si hago caso, seré más feliz. Que cuando esté por rendirme, siga adelante, que no mire la angustia, que piense que soy una actriz que tiene que salir al escenario a cumplir un papel aunque sufra por adentro. Adoro esa imagen, aunque sea un lugar común –todos somos lugares comunes-: estoy en el camarín, me miro al espejo, intento maquillarme pero las lágrimas me vencen. Respiro profundo, cierro los ojos y me concentro en mi papel. Soy Cecilia, la periodista que tiene que escribir y hacer delivery de notas. Siento la sal de las lágrimas por la garganta, abro los ojos para tragarme el llanto y me paso un cisne blanco por las mejillas. En minutos estoy lista. No hay angustia porque soy otra. No soy yo. La verdadera está escondida en el camarín esperando a rendirse para siempre. No esta vez. Es un día más. Otro en el que logro escapar del abismo, que lo esquivo.
Iba a doblar por Melián porque es una de las calles más lindas del barrio. Adoquinada, con casas enormes de estilo inglés y un techo de tipas enredado. Pero me acordé de que tenía que comprar leche. La psiquiatra me había visto demasiado estresada y me había recomendado que, en cuanto llegara a casa, me hiciera un café, comiera algo rico y me sentara a mirar tele sin pensar en nada. Estos consejos me encantan porque me sacan la culpa del no estar trabajando delante de la pantalla de la compu, aunque en realidad, tal vez, esté leyendo tuits. Es como cuando iba a la facultad y deambulaba con los apuntes por todas partes para calmar la conciencia: “están ahí, los traje, no puedo leer ni estudiar ahora, pero si pudiera, lo haría”. Trampas mentales concientes.
Mamá dice que la leche dura tres días abierta y que después hay que tirarla. Siempre le contesto, porque es un tema recurrente en nuestras conversaciones, que, de acuerdo con su criterio, yo ya debería estar muerta. Viviendo sola y usando la leche sólo para cortar el café, un sachet aguanta una semana o más. Nunca le sentí gusto feo. Sólo una vez se cortó y la verdad que fue un asco.
No doblé en Melián porque necesitaba pasar por el almacén que queda al lado de La Juvenil. Un almacén para la gente rica del barrio. Un almacén en el que el sachet de leche cuesta nueve pesos. Un despropósito. Da bronca, pero es lo que pagás para ahorrarte las cuadras y la pereza del supermercado.
Eran las seis y media de la tarde. El atardecer de los primeros días de frío. Crucé Superí para quedarme de mi lado. En la esquina de Sucre divisé, media cuadra antes, a una señora que me miraba fijo. No la pude estudiar demasiado porque iba sin anteojos. Estaba vestida de negro con una bufanda verde y un abrigo hasta las rodillas. Por debajo, se veían unas botas altas con tacos angostos, incómodos. La mujer seguía mirándome. “Seguro me confunde con alguien o se colgó mientras espera el 113”, pensé. Estaba parada al lado del hombre poliédrico tanguero, la escultura del edificio espantoso de Town House. Entrecerró los ojos mientras cruzaba la calle. Me dio un poco de miedo, pensé que me estaba ojeando y que iba a tener que llamar a mi hermana por teléfono para que me curara –ahora el ojeo hasta se cura por chat-. De cerca, tenía los ojos celestes clarísimos, medio saltones, con grumos de rímel en las pestañas. Evidentemente, no me confundía con nadie. Dos metros antes de pasarle por al lado, me gritó “Ay, chiquita, tenés el aura destrozada”. No registré demasiado las palabras, sólo miré alrededor por si venía alguien, para evitarme el papelón. Un pibe caminaba por la vereda de enfrente fumando un pucho. Indiferente, en otra. “¿Qué?”, le dije. “Que tenés el aura destrozada”, repitió mientras seguía estudiándome como en un microscopio. Me reí de nervios. “¿Y eso qué significa?”, le pregunté canchereando. Había logrado asustarme un poco con el asunto. “Que tu aura está fragmentada, hay muchos espacios abiertos por donde puede entrar energía negativa. Son tus pensamientos. Es tu tristeza. Yo te puedo pasar energía del dios universal y curarte”, me respondió con naturalidad, como si andar hablando del aura con desconocidos fuera de lo más normal. Soy una chica religiosa, creo en Dios, rezo y me preocupo por ser buena de corazón con los demás. Es la síntesis de católica a la que llegué después de un montón de años de conflictos. Ahora, el tema de las energías, los chacras y las auras no entran en mis parámetros. A mí, si estoy triste, dame drogas, así de fácil. Las terapias alternativas no sólo me parecen dudosas, sino que me dan miedo. Pero esta señora parecía muy convencida y no tan loca. Hacía gestos con las manos, con las uñas largas pintadas de rojo, como dibujando el contorno de mi aura desquebrajada. “Está oscura”, agregó y quiso apoyarme una mano sobre la cabeza. Salí corriendo. Corrí dos cuadras hasta Juramento sin mirar para atrás. Muerta de miedo. Con los ojos llorosos. Antes de doblar y de meterme en casa, me di vuelta. No vi a nadie cerca. La alegría me duró menos de una hora, a la leche se le cortó la cadena de frío y las medialunas me las comí al día siguiente en el desayuno. 

martes, 12 de abril de 2011

Maravillas

Hoy no tengo ganas. De nada tengo ganas. Quiero salir en la bicicleta a despejarme. Esconderme por las callecitas de Parque Chas y echarme en alguna de las dos placitas. Dejar que el sol penetre a través de los ojos, que se meta por ahí y me ilumine el alma. Si los ojos son el espejo del alma, entonces, la luz del sol debería lograr iluminarla. O iluminar a las neuronas de este cerebro mío tan desconfigurado. Iluminar el pensamiento para cegarlo y que deje de funcionar, al menos, por unos días. Que piense en lo concreto. En lo urgente. Porque tengo cosas urgentes, es rarísimo, y sin embargo, esa urgencia no me urge. En cambio, me urge aclararme. Me urge un llanto de esos con espasmos, de esos que te dejan agotada, que dejan huella aunque te laves la cara con agua congelada. Hoy no tengo ideas. Las ideas se transformaron en un diálogo interno. Una locura obsesiva de pensamientos recurrentes que no son más que conflictos para resolver no sé cuándo. El sábado acompañé a mamá a las carmelitas. Cuánta paz había en ese lugar. Hablan con la gente a través de un sistema de ventana giratoria con redes que dejan pasar la voz pero que están cubiertas por un género oscuro para no verse las caras. Es tan relajante escuchar la voz de esa otra que habla con tanta serenidad. Mientras mamá charlaba con una de las carmelitas, nos fuimos con mi hermana al patio de la capilla. Un patio tan encantador. Para sentarse a tomar el té a media cuadra del puente de Jorge Newbery con el sonido del tren de fondo. Entramos a la capilla. Me senté y siempre empiezo a pensar que "hago que rezo". Que no me creo demasiado eso de rezar, que lo mío es un monólogo en el que trato de autoresponderme como si fuera Dios. Y Dios con mayúscula, sí, porque si Dios no va con mayúscula, entonces, ¿quién? Dios, qué hago con todo esto, para qué uso estos días, esta angustia, esta tristeza, qué sentido tiene haber gastado tanta plata en ropa hace un rato, no soy más feliz ahora ni antes. Una chica lloraba arrodillada unos bancos más adelante. Yo estaba sentada porque no puedo pensar cuando me duelen las rodillas. Y otra señora con una flor roja enorme en la cabeza, parecía meditar desde hacía rato. Cuando el llanto de la chica se hizo más fuerte, la señora de la flor se dio vuelta y con una sonrisa tan serena (serenidad es la palabra clave de este texto) le dijo que rezara y que fuera a tocar la reliquia de la madre maravillas. A mí con ese nombre no me da mucha credibilidad. La madre maravillas es una carmelita que todavía no es santa, creo, pero que está ahí. La imagen de la madre maravillas a mi me da un poco de miedo. No tiene rasgos angelicales, ni siquiera el gesto es demasiado agradable, de hecho, tiene ciertas facciones muy marcadas y una mirada fuerte. No es inspiradora, pero lo que no tiene de inspirador lo tiene de humana. Porque tampoco me convencen esos santos con caras de elevación constantes, no son humanos. Es fácil ser santo cuando Dios se te aparece. Pero lo cierto es que a la gran mayoría no se nos aparece ni aunque se lo roguemos (yo siempre le rogué lo contrario, me daría pánico) y creemos porque queremos no porque tengamos demasiadas pruebas concretas. Prefiero querer sin ver nada porque seguramente dudaría también de la naturaleza de la visión y ahí me terminaría de trastornar completamente. Y como prefiero querer y creer sin ver, también prefiero a los santos normales. Y la madre maravillas, aunque monja, tiene cara de normal. Detrás de la chica que lloraba, ma acerqué yo también a la reliquia dispuesta en una cajita de cristal. Prefiero no saber qué es la reliquia. Ojalá sea una partecita del manto y no una partecita de un dedo, por ejemplo. Eso me da tanta impresión. Toqué el vidrio de la reliquia y le pedí que hiciera alguna maravilla por mí. Estoy esperando madre wonderfulls.

Más tiempo pasa, más cerca estoy la despedida

Escribir para nada, para admirarme a mí misma. Para dejar que pase el tiempo. Porque quiero dejar que pase el tiempo. Que las horas pasen rápido porque cuánto más veloces, más lejos de la vida y más cerca del cementerio. Sí, lo dije, soy trágica. Soy novelera. Me gusta sufrir. Disfruto del conflicto. Sufro de verdad, no es un acting. No interpreto a la chica a la que no le dan laburo si no rompe las pelotas, tampoco hago que soy la que no tiene un mango, ni la que siente que le falta, que se equivocó de rubro y que, cuando medita acerca de un trabajo que le quede bien, sólo se le ocurre limpiar casas. Ni siquiera ser manicura, porque tampoco podría. Tengo un pulso pésimo. Me gustaría ser manicura. Pensaría solamente en las cutículas de mis clientas o en la forma redondita o cuadrada de las uñas y me darían cinco o diez pesos de propina cada una. ¿Querés francesita? Que quieran siempre, que es la que se cobra más cara, pasa que ahora no está de moda. Ya volverá, como todo. Como mi pelo sin raya que pensé que nunca más iba a volver a usar. A los quince aprendí a manejarlo bastante bien sin ninguno de los artilugios de hoy y lo llevaba así, al viento, de un lado al otro. Muy noventas. Y como ahora los noventas son vintage, recuperé mi antiguo peinado. El tema es que se ensucia demasiado, hay que lavarlo todos los días y plancharlo, con lo que implica la pérdida de tiempo de la planchita. Pero volviendo a la ecuación de origen: más tiempo pasa, más cerca estoy la despedida.
Sufro y soy esa. A veces, casi nunca, actúo de la otra. De la que no soy: la exitosa, la que todo el mundo adora, la copada, la simpática, la que se banca a todos, la que nunca ve lo peor del resto, la divina total que no registra el entorno. Me cuesta interpretar a esa. No soy buena actriz. Me sale ser crítica, soy mejor siendo antipática y haciendo comentarios llenos de malicia sobre todo lo que veo y escucho. Pero a la vez, soy generosa. Puedo ser un desastre en millones de aspectos, pero sé que si me voy al cielo es porque practico la generosidad con gusto y alegría. Me salió re frase Opus Dei, pero es así. Pasa que nadie valora la generosidad, no te pagan por ser generosa, sí por ser una forra que se hace la simpática. Y también, aunque la biblia diga que no es mérito, quiero mucho a las personas que me quieren. Y las quiero con todo el corazón. Me entrego completamente. Que me acusen de amargada, que todavía guardo sensibilidad en el alma. Aunque no sé. ¿Una amargada? ¿Por qué no se puede ejercitar el espíritu crítico y la duda constante? ¿Por qué cae mal? La gente me dice “vos y tu discursito agotador”. ¿Y ellos? Con su onda de ir siempre hacia delante aunque haya un paredón evidente que te va a partir al medio. Pero todos siguen adelante, confían, desarrollan su emocionalidad, hacen introspección y se jactan de sus años de terapia. 

Estar soltera es lo más (texto aún no editado)

sábado, 19 de febrero de 2011

Tila

Los pechos de Tila eran perfectos conos geométricos. Construidos, quizás, por una estructura de alambre, terminaban en punta, rígidos, inmóviles, peligrosos. Los recuerdo porque Tila solía abrazarme cada vez que venía a ayudar a mamá con la limpieza de casa. Martes y viernes, llegaba cargada de bolsas de plástico de negocios de Martín Coronado y un bolso de lana tejido, de esos con bordados de llamas y símbolos mapuches.
Había nacido y crecido en Chile y, cada vez que podía, recordaba su tierra de la infancia. A mamá le fastidiaba el continuo anhelo que venía acompañado con elogios a Salvador Allende y con críticas a Pinochet. Eran los ochenta. La ideología de casa no coincidía con la de Tila y, por eso, supongo que mamá se ponía de malhumor con el  permanente recrear de las imágenes chilenas del pueblo del que se había ido para terminar viviendo en los suburbios del Gran Buenos Aires.
Una vez fuimos a su casa en Martín Coronado, detrás de la Fiat. Ella y sus tres hijas vivían en una construcción a medio terminar. De los techos colgaban lamparitas sin pantalla y en el ambiente se respiraba sólo el polvo de cemento de las paredes cubiertas sólo por un revoque maltrecho. Una escalera sin baranda comunicaba hacia las habitaciones, aunque nuestra visita sólo se limitó a una merienda en un tablón sostenido por dos caballetes. Ese día, Tila estaba indignada con su hija Carmen porque, al parecer, había gastado demasiada plata en una cámara de fotos. Ale, mi hermana más grande, se comió un paquete entero de Cherry Lyptus y no quiso tomar ni siquiera un vaso de agua.
Tila limpiaba las casas de la gente del barrio. La de Olga, que vivía justo a la vuelta. La de Ana, que se comunicaba con nuestro patio por una pared tan baja que podíamos saltar y jugar todas las tardes con sus hijos, Celeste y Fernando. La de Malvina, la amiga de mamá que me enseñó a hacer ñoquis. La de Betty, la señora que nos hacía vestidos con las telas baratas que compraba mi abuela en la sedería Robert cuando diluviaba en Cabildo y Olazábal.
Sólo nuestra vecina directa, la señora Ada, repleta siempre de ruleros envueltos en pañuelos de seda, la había contratado para que fuera todos los días a su casa. Supongo que para limpiar la mugre de la decena de pajaritos, perros y gatos que alojaba en su casa, además de las eternas uvas que caían de la parra instalada en su patio.
Mamá siempre decía que Tila tenía lindo pelo. Corto, espeso, negro, sin una cana a pesar de la edad. Como sus pechos rígidos, su cuerpo también era macizo y fuerte. Corría todos los muebles para pasar la aspiradora, se trepaba hasta el techo para eliminar telarañas y hasta alguna vez la vi encerar el patio. A veces, las tareas se invertían y mamá preparaba té mientras Tila se acomodaba para mirar televisión en las sillas azules del comedor de casa.
Los pechos de mamá, en esa época, en cambio, eran redondos, rebosantes. Hacía poco que había nacido Mechi y en los abrazos se notaba la diferencia. Ahora, cuando miro películas de otras épocas, entiendo que los sostenes de Tila se habían quedado en la moda de los años 50, turgentes pero severos.
Los días en los que venía, Tila nos hacía la leche cuando volvíamos en micro del colegio. Nos esperaba barriendo la escalera de entrada o pasando un trapo a las persianas del living. A mí me encantaba que ella se encargara de la merienda. Leche con chocolate bien batida, sin grumos y pan con manteca y azúcar. Me gustaba escuchar su acento chileno. Tila siempre soñaba con regresar a su país alguna vez. Limpió nuestra casa hasta que nos mudamos a Belgrano. Ella siguió trabajando en Ciudad Jardín y viviendo en Martín Coronado. No logró volver a Chile. Hace unos años, llamó Carmen, la hija de la cámara de fotos, para contarnos que su mamá, ya jubilada, había muerto de cáncer.