miércoles, 4 de mayo de 2011

Encuentro con el aura

Fue en la esquina del hombre poliédrico. Había tenido sesión de psiquiatra a las cinco de la tarde. La conozco hace poco. Muy mística la señora. Se llama Catalina. El consultorio se parece más a lo que imagino como la piecita de un cabaret barato que a un espacio dedicado a la medicina. Las luces son bajas. Hay esferas de colores y otras que brillan con puntitos que se mueven. El diván está cubierto por un cubrecama con letras chinas y 800 mil almohadones que tienen todas las piedritas de fantasía de las que venden en Once. Hay tanto color y sahumerio que es como si la habitación se te viniera encima. En un costado, al lado de la ventana –cubierta de una cortina de terciopelo rojo- tiene armado lo que, a mi juicio, viene a ser un altar. Un altar en miniatura con la diferencia de que acá no está Jesús, la Virgen o algún santo de condición dudosa, sino ese símbolo del ojo adentro de una pirámide. El ojo que todo lo ve. El ojo de Sauron que no se pierde nada. Desparramadas en degradé en una escalinata improvisada y cubierta por una alfombra verde inglés, hay velitas de colores. No es curandera ni hace tarot, es médica psiquiatra de la UBA. El título está colgado de una de las paredes más serias del consultorio, debajo de la biblioteca en la que hay varios libros de psiquiatría y el DSMV. Eso me da tranquilidad. El celeste lavanda de las otras tres paredes sirven de fondo para decenas de cuadritos con imágenes de mujeres de dos cabezas, diez brazos. Otras láminas tienen animales rodeados de fuego y algunos son soles antropomórficos, con ojos y labios sonrientes. Es como un cóctel new age heavy, pero es buena profesional, al menos, la viene pegando con el combo de pastillas que me dio. Me siento mejor y ya no ando llorando en los colectivos.
Vuelvo. La psiquiatra queda cerca de mi departamento. En Pampa y Estomba. A tres cuadras, en Pampa y 14 de julio, está Retamas, la casa de té con las mejores medialunas del barrio. Un lugar tan esnob que aunque ofrece wifi, no tiene ni un enchufe disponible. O sea, si vas con la compu ahí es porque tenés una batería aguantadora, o sea, es relativamente nueva y moderna. No es mi caso, mi máquina aguanta, con toda la onda, cerca de 40 minutos. Entré y me compré dos medialunas para llevar. Eran las últimas que quedaban. Son deliciosas. Livianas, con una capa como de miel por encima, bien húmedas. No me dieron bolsita, así que guardé el paquetito en la cartera y seguí caminando por Pampa.
Cuando vuelvo de la psic o de la psiq, me posesiona un sentimiento de alegría efímero. Lo tengo cronometrado, son, como mucho, dos horas. Me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Que me den algunas pautas para la semana y creerme que, si hago caso, seré más feliz. Que cuando esté por rendirme, siga adelante, que no mire la angustia, que piense que soy una actriz que tiene que salir al escenario a cumplir un papel aunque sufra por adentro. Adoro esa imagen, aunque sea un lugar común –todos somos lugares comunes-: estoy en el camarín, me miro al espejo, intento maquillarme pero las lágrimas me vencen. Respiro profundo, cierro los ojos y me concentro en mi papel. Soy Cecilia, la periodista que tiene que escribir y hacer delivery de notas. Siento la sal de las lágrimas por la garganta, abro los ojos para tragarme el llanto y me paso un cisne blanco por las mejillas. En minutos estoy lista. No hay angustia porque soy otra. No soy yo. La verdadera está escondida en el camarín esperando a rendirse para siempre. No esta vez. Es un día más. Otro en el que logro escapar del abismo, que lo esquivo.
Iba a doblar por Melián porque es una de las calles más lindas del barrio. Adoquinada, con casas enormes de estilo inglés y un techo de tipas enredado. Pero me acordé de que tenía que comprar leche. La psiquiatra me había visto demasiado estresada y me había recomendado que, en cuanto llegara a casa, me hiciera un café, comiera algo rico y me sentara a mirar tele sin pensar en nada. Estos consejos me encantan porque me sacan la culpa del no estar trabajando delante de la pantalla de la compu, aunque en realidad, tal vez, esté leyendo tuits. Es como cuando iba a la facultad y deambulaba con los apuntes por todas partes para calmar la conciencia: “están ahí, los traje, no puedo leer ni estudiar ahora, pero si pudiera, lo haría”. Trampas mentales concientes.
Mamá dice que la leche dura tres días abierta y que después hay que tirarla. Siempre le contesto, porque es un tema recurrente en nuestras conversaciones, que, de acuerdo con su criterio, yo ya debería estar muerta. Viviendo sola y usando la leche sólo para cortar el café, un sachet aguanta una semana o más. Nunca le sentí gusto feo. Sólo una vez se cortó y la verdad que fue un asco.
No doblé en Melián porque necesitaba pasar por el almacén que queda al lado de La Juvenil. Un almacén para la gente rica del barrio. Un almacén en el que el sachet de leche cuesta nueve pesos. Un despropósito. Da bronca, pero es lo que pagás para ahorrarte las cuadras y la pereza del supermercado.
Eran las seis y media de la tarde. El atardecer de los primeros días de frío. Crucé Superí para quedarme de mi lado. En la esquina de Sucre divisé, media cuadra antes, a una señora que me miraba fijo. No la pude estudiar demasiado porque iba sin anteojos. Estaba vestida de negro con una bufanda verde y un abrigo hasta las rodillas. Por debajo, se veían unas botas altas con tacos angostos, incómodos. La mujer seguía mirándome. “Seguro me confunde con alguien o se colgó mientras espera el 113”, pensé. Estaba parada al lado del hombre poliédrico tanguero, la escultura del edificio espantoso de Town House. Entrecerró los ojos mientras cruzaba la calle. Me dio un poco de miedo, pensé que me estaba ojeando y que iba a tener que llamar a mi hermana por teléfono para que me curara –ahora el ojeo hasta se cura por chat-. De cerca, tenía los ojos celestes clarísimos, medio saltones, con grumos de rímel en las pestañas. Evidentemente, no me confundía con nadie. Dos metros antes de pasarle por al lado, me gritó “Ay, chiquita, tenés el aura destrozada”. No registré demasiado las palabras, sólo miré alrededor por si venía alguien, para evitarme el papelón. Un pibe caminaba por la vereda de enfrente fumando un pucho. Indiferente, en otra. “¿Qué?”, le dije. “Que tenés el aura destrozada”, repitió mientras seguía estudiándome como en un microscopio. Me reí de nervios. “¿Y eso qué significa?”, le pregunté canchereando. Había logrado asustarme un poco con el asunto. “Que tu aura está fragmentada, hay muchos espacios abiertos por donde puede entrar energía negativa. Son tus pensamientos. Es tu tristeza. Yo te puedo pasar energía del dios universal y curarte”, me respondió con naturalidad, como si andar hablando del aura con desconocidos fuera de lo más normal. Soy una chica religiosa, creo en Dios, rezo y me preocupo por ser buena de corazón con los demás. Es la síntesis de católica a la que llegué después de un montón de años de conflictos. Ahora, el tema de las energías, los chacras y las auras no entran en mis parámetros. A mí, si estoy triste, dame drogas, así de fácil. Las terapias alternativas no sólo me parecen dudosas, sino que me dan miedo. Pero esta señora parecía muy convencida y no tan loca. Hacía gestos con las manos, con las uñas largas pintadas de rojo, como dibujando el contorno de mi aura desquebrajada. “Está oscura”, agregó y quiso apoyarme una mano sobre la cabeza. Salí corriendo. Corrí dos cuadras hasta Juramento sin mirar para atrás. Muerta de miedo. Con los ojos llorosos. Antes de doblar y de meterme en casa, me di vuelta. No vi a nadie cerca. La alegría me duró menos de una hora, a la leche se le cortó la cadena de frío y las medialunas me las comí al día siguiente en el desayuno.