miércoles, 14 de julio de 2010

De la repostería vintage

Primero, me dediqué a separar las cerezas al marrasquino de los firuletes de crema chantilly que cubrían toda la superficie de la torta. Me dijeron que estaba arruinando la decoración, pero no me importó. ¿Acaso importan esas cerezas que parecen de gelatina? Me pregunto si son artificiales. De hecho, estoy convencida de que no son naturales (si alguien fuera tan amable de aclararme el punto, que me da fiaca googlear). "Estás haciendo un enchastre", dijo mamá. "A Rodrigo le encantan y a mí me encanta la crema. Hacemos re buena pareja", le respondí y se quedó contenta. Nadie se animó a cortar la Selva Negra durante este proceso. Mis sobrinos se comieron las obleas de chocolate. Y mamá se robó algunas cerecitas. Cuando sólo quedaban unos pocos manchones blancos de los picos de crema hechos con manga en relieve, me tenté de probar la torta con la esperanza de que la repostería moderna también hubiera llegado a la confitería más antigua de Buenos Aires. Tal vez, pensé, adentro sea una masa de brownie suavecita y húmeda rellena con dulce de leche. Me equivocaba. Corté y probé. La masa dura y seca estaba ahogada en cantidades preocupantes de oporto. Deberían avisar que esas tortas no son aptas para alcohólicos en recuperación. Te comés dos porciones y quedás alegre y con resaca.
Las tardes de domingo en la casa de mi nona eran tarde de tortas borrachas. De vainilla, crema, duraznos y vino dulce o cognac. A nosotras nos permitían comer, pero daba lo mismo. En cambio, esperábamos ansiosas los alfajores Terrabusi y los chizitos que nos guardaba la nona. Trabajaba como cocinera del St. Catherine's y nos traía lo que sobraba. Era un festín. Los domingos nos levantábamos temprano. Mamá nos dejaba vestirnos con la ropa más linda: vestidos con moño en verano y polleras kilt con medias can can en invierno. Mi hermana tenía un montgomery envidiable de La Niñería. A mí me había tocado una camperota inflada tipo michelines de color rojo. Íbamos a misa de 11. Nunca lograba prestar atención y sólo pensaba en que cuando tuviera 19 -sí, 19, ni más ni menos- entendería todo y no me aburriría en la misa. Siempre íbamos del lado de la Virgen. A mí me gustaba más el otro lado porque las ventanitas eran de vidrio tranparente y entraba más luz y porque la puerta daba a la campana gigante en la que Ale tiene las fotos de la primera comunión. Además, el lado nuestro, era el de los pobres y el más triste. La iglesia era muy linda: completamente blanca con imágenes talladas en madera. Una "nave" para la Virgen, otra para el Sagrado Corazón y la principal, con dos filas de bancos, para la Cruz y el sagrario. Tenía arcadas que dividían los tres sectores y nada de imágenes redundantes ni rococó. El atrio era enorme con piso de laja y ventanas bajas que daban al salón parroquial del subsuelo. Ahí saludábamos a las otras familias a la salida de la misa. El cura nunca salía a saludar. No tenía la onda simpática de pastor con la comunidad. Mientras mis viejos charlaban, nosotras jugábamos en los canteros y alrededor de la campana que jamás nos animamos a tocar.
Volvíamos a casa. Y al ratito, salíamos devuelta para la casa de la nona. Nos llevábamos una caja de zapatos forrada con flores lilas con las muñecas articuladas (porque no había Barbies) y la ropita para jugar y no aburrirnos. En el viaje, cuando no me quedaba dormida, jugábamos a contar Renault 12. Si me ganaba el sueño, cuando llegábamos a Los Incas y Martínez, Ale siempre me decía "llegamos a la China" y yo siempre le creía hasta que salía del auto y me daba cuenta de que estábamos en la puerta de la casa de la nona. Y empezaba el festín borracho. 

1 comentario:

Unknown dijo...

Me encantó!!! Terminé llorando..fue como volver atrás, qué lindo era todo, y lo escribís tan lindo!!!!