jueves, 5 de abril de 2012

Elogio del lavarropas


Es herencia de mi abuela, aunque no es la vajilla coqueta que, obvio, tengo heredada y que uso para el té con mis amigas, ni la silla mecedora –que también recibí-, ni tampoco los primorosos delantales de cocina que nunca uso porque son tan lindos que me da pena arruinarlos. No. Es el lavarropas. Y no es que es un lavarropas de los '60, de escenografía, que no me serviría para nada, la verdad, sino uno modernísimo, todo automático, con el típico cajoncito para los productos y miles de programas para elegir. Mi abuela Velia era una señora moderna, diría que más moderna que mi mamá, que siempre me repetía como para que me conforme: “Vos, María Cecilia, tenés tu casa, tu título de licenciada en comunicación social y tu trabajo, sólo te falta tener tu coche y nada más. No te hace falta un novio”. Una genia.

Cuando murió, tuvimos que abrir sus placares, que fue como profanar un sagrario, para hacer limpieza de la casa. Yo cumplí uno de los deseos más grandes de la infancia: descubrir qué escondía la nona en esos roperitos de los que siempre sacaba golosinas en clave de generosidad total: desde cajas de alfajores Terrabusi hasta paquetes gigantes de papas fritas, pasando por chupetines Baby Doll y tarritos de leche larga vida. Festines de domingo a la tarde mezclados con el sonido de fútbol de la radio, con la ginebra Bols del nono y con el juego del pañuelito escondido.

Estuvimos tres días conviviendo con metros de telas para hacer vestidos y trajecitos, con cientos de labiales de toda la paleta de rojos, con un universo fascinante de prendedores, con paquetes de regalos nunca abiertos, con cajas repletas de botones, con decenas de juegos de vajilla y con una colección de adornitos de estilo hipster.

Entre las cosas que recibí, me tocó el lavarropas Coventry comprado hacía sólo un par de años. Insisto, mi abuela era muy moderna. Tanto mamá como mis dos hermanas ya tenían los suyos respectivamente, pero yo, como siempre prefiero gastar en ropa, ropa, libros y más libros y ropa, no había podido invertir en el artefacto. De hecho, lo único grande que compré cuando me mudé sola fue la heladera, porque bueno, era indispensable, al menos, para no tener que salir a comprar un cartoncito de leche todas las mañanas.

Tuve que contratar un flete para traerme el lavarropas, que me costó aproximadamente lo que me pagan una nota. De ahí que me cueste tanto adquirir cosas caras. Como eliminé de mi vida la tarjeta de crédito porque las cuotas me estaban matando, ahora todo es con débito y de una sola vez y mi capacidad de ahorro nula.

Tardé dos años en instalar el aparato, pero no sólo por culpa de mi economía de periodista freelance, sino porque mi ex novio se negaba rotundamente a llevarse las herramientas que tenía instaladas en lo que es el lavadero que, hasta ese momento, había funcionado como taller de marcos y afines. El pibe se fue, se volvió con la madre y a mí me usó la casa durante meses como guardamuebles sin pagar ni medio centavo de alquiler. Él dice que no quería llevarse nada porque siempre mantuvo la esperanza de que volviéramos a estar juntos, aunque en el medio se puso de novio con otra y se fue a vivir con ella. Y mientras tanto, el lavarropas seguía ahí, haciendo de mesita de apoyo en un costado de la cocina, mientras sus herramientras continuaban acaparando todo el espacio.

Cuando logré, bajo amenaza de llamar al Ejército de Salvación y regarlarles todo, que dicho exnovio se llevara no sólo las herramientas –hablamos de una cantidad digna de ferretería-, sino también las cajas radioactivas con libros y cds, además de ropa y de una colección de juguetes antiguos –que me la hubiera quedado-, decidí que era el momento de apostar por el lavarropas. Pero no. Es la historia de mi vida. Para todo tardo siglos, eternidades. Hago lista de pendientes y algunos se van repitiendo toooodos los días durante meses. Y lo peor es que no es que me olvido, es otra cosa, es que me parece una misión imposible cumplirlos y, entonces, no los hago –profecía autocumplida, le dicen- y, a la vez, sé que es cuestión de media voluntad, que no es escribir un paper, ni una tesis de doctorado, no, son tareas mínimas que no logro activar con eficacia. Llamar al plomero es una empresa que, para mí, califica de épica. Hacer la copia de las llaves para la chica que viene a limpiar es heroico. Ir a pagar las expensas todos los meses al banco -que queda a tres cuadras de casa- amerita un homenaje en vida. Llevar el acolchado a lavar implica meses de organización. Y así. Tuvo que pasar otro año para que, al fin, pudiera disfrutar de la ropa lavada en casa. Y no fue tampoco por la decisión consciente de levantar el teléfono y de conseguirme un instalador de lavarropas, sino por el problemón que tuvimos con el gas (y que creo que seguimos teniendo, aunque no se note gracias a los poderes de la persuasión monetaria). Porque resulta que un día, el montañista de planta baja sintió olor a gas y, en cambio de preguntar al resto de los vecinos presentes qué opinaban del tema (yo estaba acá escribiendo, as always), se cortó solo, no consultó y directamente hizo el llamado catastrófico a Metrogas. Ni siquiera tuvo la astucia de llamar a un gasista matriculado, no, llamó al ente proveedor que, lógicamente, mandó a una patrulla que, ante la duda de un improbable escape y consecuente explosión, decidió cerrarnos la llave principal y dejarnos sin gas hasta que se arreglara el supuesto desperfecto. De yapa -unos copados-, hicieron una revisación en cada una de las doce unidades de la propiedad horizontal y encontraron miles de problemitas para resolver en menos de 60 días. A mí me dejaron un formulario en el que decía que tenía que poner cuatro salidas de aire, una válvula de seguridad en el horno y que, además, tenía que reinstalar todo el termotanque. Colgué el papel de un imán en la puerta de la heladera como una señal para reaccionar frente a la urgencia que, por supuesto, no funcionó. Una vez más, la historia de mi vida. Pasaron semanas y no hice nada. Me dolía la espalda de la pasividad. En estos casos, el “no tengo tiempo” es una excusa que no sirve para aplacar el sentimiento de culpa. Si tengo tiempo para escribir más de 9 mil tuits, ¿cómo no voy a tener tiempo para llamar al gasista? Si pierdo el tiempo haciéndome la linda con el flaco de la librería, ¿con qué mentira me puedo engañar? Sé que tengo que hacer algo, me urge y no lo hago. Tema para terapia.

Gracias a Dios, me salvó Maricé, la vecina de la planta baja A, que es un ejemplo de organización cotidiana. Vino un día y me dijo que ella sabía que yo “era medio distraída” y que, si quería, ella podía hacerse cargo de mis arreglos (si yo le daba la plata, por supuesto), así no se atrasaba el tema. En otras palabras, sin cuestionar su generosidad, me quiso decir: “vos te vas a olvidar y por tu culpa esto no se va a resolver nunca, yo me voy a tomar el trabajo de hacerme responsable por vos para acelerar los tiempos”. Y estuvo bien. Fue un razonamiento adecuado. Me obligó a actuar, al menos, indirectamente. La contrataría para que resolviera todas las cuestiones domésticas que me da pereza enfrentar y voy dejando para último momento. Por ejemplo, desde la semana pasada es Maricé la que me paga las expensas, yo sólo tengo que acordarme de llevarle la plata antes de todos los diez de cada mes.

Vuelvo. Que vino Gustavo, el gasista, gracias a la gestión de Maricé, con un equipo de cuatro ayudantes. Y, como ya había invadido la casa yendo y viniendo con la puerta abierta, la música fuerte y el piso lleno de polvo, le pregunté si, de paso, podía instalar el lavarropas. “Ningún problema, le agregamos 300 pesos al presupuesto, chiqui”, me contestó. Un presupuesto de 3 mil mangos que se llevó los ahorros inverosímiles que había logrado juntar durante 2011. Y así, en cuatro días de enero no sólo regularicé la situación con Metrogas, sino que también tuve un lavarropas instalado y listo para funcionar.

No leí el ensayo “Elogio de la lentitud”, pero así podría denominarse mi vida, al menos, la doméstica. ¿Qué hubiera hecho alguien eficiente con un lavarropas recién instalado después de una espera de dos años? Ponerlo a funcionar inmediatamente, supongo. Bueno, no fue así. No tardé años, pero sí dos meses en acordarme de comprar jabón en polvo y en correr el aparato para que el cable llegue hasta el enchufe. ¡Dos meses! Para mí que es el agobio del periodista freelance porque uno ya tiene demasiadas pelotitas en el aire como para andar atajando nuevas. Digamos, el resto del universo puede derrumbarse, puedo dejar de comer o de dormir, pero yo te entrego cada nota a tiempo, te escribo los guiones para la fecha pactada, te presento las facturas antes del 23 para poder cobrar el mes que viene y te voy a buscar los cheques los viernes de 15 a 17, un horario establecido claramente para perjudicarnos.

Lo cierto es que compré el jabón en polvo porque Karina, la chica que viene a limpiar a casa, me insistió tanto que me dio vergüenza la dejadez. Fui a Disco y me traje un Drive baja espuma, el paquetito más barato para el primer intento. Me daba igual el tema, no me emocionaba nada, había terminado por acostumbrarme a la logística del lavadero y no me parecía gran cosa tener o no un lavarropas en casa. Además, pensaba que, después de dos años y unos meses de inactividad, el lavarropas no iba a funcionar, que con tanto tiempo abandonado seguramente iba a terminar pasando una factura más. El día que vino Karina, metimos un par de repasadores viejos en el tambor horizontal, elegimos programa, abrimos la canilla y enchufamos. Nos quedamos las dos paradas inmóviles atentas al sonido y al movimiento del artefacto y, a los segundos, por fin, se escuchó que estaba empezando a cargar agua. Ella se fue a limpiar y yo me instalé ahí, con un banquito y el celular en la mano para contemplar todo el proceso y asegurarme de que la cosa funcionaba. Pero me cansé a los veinte minutos, es mentira eso de que el movimiento es fascinante, sólo da vueltas de un lado a otro. Aunque, eso sí, me iba cada tanto a espiar para ver si ya había terminado. Ya me intrigaba. No sé qué programa elegimos, pero tardó casi dos horas hasta llegar al centrifugado. Cuando la lucecita se apagó, abrí la puerta emocionada y saqué los repasadores relucientes y con olorcito a “Flores del campo”. Y, entonces, supe que el lavarropas se había convertido en mi electrodoméstico preferido, que mi vida ya nunca sería la misma, que podía vivir sin tele o sin heladera, pero no sin lavarropas. Como cuando me dieron los anteojos con aumento y no supe cuánto de mundo, de realidad, me había perdido por no consultar antes con el oculista. Tengo pocas certezas en la vida, tenemos pocas certezas, el amor por el lavarropas es una de ellas, así como el sabor del café con leche o el placer de los cigarrillos de la noche. Las certezas, creo, forman parte del mundo de lo concreto, de las cosas materiales que se pueden ver, tocar, oler. No es que voy a protagonizar la gran escena de Betty Draper con su lavarropas, no, pero es que en el ritual de lavar está la mirada, el olfato, el tacto, los sentidos estimulados.

Después de colgar los repasadores en las sogas que, por suerte, me quedaron de herencia de la propietaria anterior (hubiera tardado todavía más tiempo en instalar algo parecido a un tender), llamé a mi mamá para contarle. Creo que si alguna vez le cuento que estoy embarazada no sé si pondría tan contenta. Varias veces me dijo que a ella le encantaría ponerse un Laverrap. Es feliz combinando productos, definiendo cuántos lavados necesita determinada prenda para quedar impecable, colgando metros de sábanas rozagantes en la terraza. El consejo fundamental que recibí para que todos  pongamos en práctica fue: poner el jabón directamente con la ropa, adentro del tambor, nunca en el cajoncito. Parece que así el lavado es más efectivo y que, además, se evita que los conductos internos del lavarropas no se arruinen con el tiempo. Le pregunté por el suavizante y me contestó que estaba permitido, que lo pusiera en la división del canjoncito que tenía un dibujo de flor.

Después me dediqué a estudiar los programas: algodón completo, algodón suave, algodón con prelavado, lana, sintéticos corto, centrifugado, color programa corto o largo y un montón más que parecen sacados de las etiquetas de la ropa. Ahora entiendo todo. Entiendo, por ejemplo, por qué las marcas de jabón se asociaban con marcas de ropa para convencernos de que compráramos el Skip Intelligent o el Ariel Líquido. No sé por qué no lo hacen más. A mí si viene la gente de Clara Ibarguren o de Levi´s a sugerirme que las prendas van quedar mejor con tal jabón, obvio que lo compro, así, completamente alienada.

El lavarropas es como el dibujito animado de Mister Músculo, pero de verdad. Es el héroe que se viene a ocupar de lavar la ropa, de cuidarla y de hacerlo bien. Creo la fascinación reside en que el artefacto trabaja por mí mientras yo hago otras cosas. Que me libera de la obligación de llevar al lavadero la ropa sucia acumulada y de ir a buscarla dos días después, en el caso de que no llueva. No, acá es todo inmediato. Ensucio, lavo, cuelgo y se termina.

Con el encanto de la novedad, no estoy teniendo una conciencia ambiental demasiado responsable, la realidad es que hago un lavado diario bastante livianito y que estoy cambiando las sábanas y las toallas cada tres días. Pasa que adoro el ritual del lavado. Me compré un canasto de mimbre para meter la ropa sucia: remeritas, jeans, ropa interior, sábanas y toallas. Camino por el pasillo de casa con el canasto entre los brazos creyéndome una lavandera del siglo pasado y me pongo un delantal blanco para darle más verosimilitud a la escena. Como solamente tengo que lavar mis cosas, investigué el mercado e invertí en un jabón de los buenos, nada de Drive ni de Ala, vamos a por el más caro. Skip y Ariel no me copan, hacen demasiado marketing, es como que son para las familias numerosas o para las mujeres que se saben de memoria todos los días de descuentos de los bancos. Le pregunté a mamá qué podía usar y, sin dudarlo, me recomendó el Woolite Completo, que es un líquido de textura espesa, como un licuado celeste, si existiera una fruta de ese color, que dura siete lavados. Agregué un suavizante Vívere concentrado con perfume a “Mañana de sol”, que es tan delicioso que da ganas tomárselo, aunque no tan cremoso como me gustaría. También tengo un Trenet a bolilla que uso previo al lavado para sacar las manchas. El perfume que se respira en el lavadero es tan rico que mudaría el escritorio para trabajar allá, si entrara, claro. A mí me parece que el paraíso debería oler así y que el gobierno debería lanzar un plan de “Lavarropas para todos”, así nadie se queda sin experimentar este enamoramiento. ♥ ♥ ♥