Es
herencia de mi abuela, aunque no es la vajilla coqueta que, obvio, tengo
heredada y que uso para el té con mis amigas, ni la silla mecedora –que también recibí-, ni tampoco los primorosos delantales
de cocina que nunca uso porque son tan lindos que me da pena arruinarlos.
No. Es el lavarropas. Y no es que es un lavarropas de los '60, de escenografía, que no me
serviría para nada, la verdad, sino uno modernísimo, todo automático, con el
típico cajoncito para los productos y miles de programas para elegir. Mi abuela Velia era una
señora moderna, diría que más moderna que mi mamá, que siempre me repetía como para que me conforme: “Vos, María
Cecilia, tenés tu casa, tu título de licenciada en comunicación social y tu
trabajo, sólo te falta tener tu coche y nada más. No te hace falta un novio”. Una genia.
Cuando
murió, tuvimos que abrir sus placares, que fue como profanar un sagrario, para
hacer limpieza de la casa. Yo cumplí uno de los deseos más grandes de la
infancia: descubrir qué escondía la nona en esos roperitos de los que siempre
sacaba golosinas en clave de generosidad total: desde cajas de alfajores
Terrabusi hasta paquetes gigantes de papas fritas, pasando por chupetines Baby
Doll y tarritos de leche larga vida. Festines de domingo a la tarde mezclados
con el sonido de fútbol de la radio, con la ginebra Bols del nono y con el
juego del pañuelito escondido.
Estuvimos
tres días conviviendo con metros de telas para hacer vestidos y trajecitos, con
cientos de labiales de toda la paleta de rojos, con un universo fascinante de
prendedores, con paquetes de regalos nunca abiertos, con cajas repletas de
botones, con decenas de juegos de vajilla y con una colección de adornitos de
estilo hipster.
Entre
las cosas que recibí, me tocó el lavarropas Coventry comprado hacía sólo un par
de años. Insisto, mi abuela era muy moderna. Tanto mamá como mis dos hermanas
ya tenían los suyos respectivamente, pero yo, como siempre prefiero gastar en
ropa, ropa, libros y más libros y ropa, no había podido invertir en el
artefacto. De hecho, lo único grande que compré cuando me mudé sola fue la
heladera, porque bueno, era indispensable, al menos, para no tener que salir a
comprar un cartoncito de leche todas las mañanas.
Tuve
que contratar un flete para traerme el lavarropas, que me costó aproximadamente
lo que me pagan una nota. De ahí que me cueste tanto adquirir cosas caras. Como
eliminé de mi vida la tarjeta de crédito porque las cuotas me estaban matando, ahora
todo es con débito y de una sola vez y mi capacidad de ahorro nula.
Tardé
dos años en instalar el aparato, pero no sólo por culpa de mi economía de periodista
freelance, sino porque mi ex novio se negaba rotundamente a llevarse las
herramientas que tenía instaladas en lo que es el lavadero que, hasta ese
momento, había funcionado como taller de marcos y afines. El pibe se fue, se
volvió con la madre y a mí me usó la casa durante meses como guardamuebles sin
pagar ni medio centavo de alquiler. Él dice que no quería llevarse nada porque
siempre mantuvo la esperanza de que volviéramos a estar juntos, aunque en el
medio se puso de novio con otra y se fue a vivir con ella. Y mientras tanto, el
lavarropas seguía ahí, haciendo de mesita de apoyo en un costado de la cocina,
mientras sus herramientras continuaban acaparando todo el espacio.
Cuando
logré, bajo amenaza de llamar al Ejército de Salvación y regarlarles todo, que dicho
exnovio se llevara no sólo las herramientas –hablamos de una cantidad digna de
ferretería-, sino también las cajas radioactivas con libros y cds, además de
ropa y de una colección de juguetes antiguos –que me la hubiera quedado-,
decidí que era el momento de apostar por el lavarropas. Pero
no. Es la historia de mi vida. Para todo tardo siglos, eternidades. Hago lista
de pendientes y algunos se van repitiendo toooodos los días durante meses. Y lo
peor es que no es que me olvido, es otra cosa, es que me parece una misión imposible
cumplirlos y, entonces, no los hago –profecía autocumplida, le dicen- y, a la
vez, sé que es cuestión de media voluntad, que no es escribir un paper, ni una
tesis de doctorado, no, son tareas mínimas que no logro activar con eficacia. Llamar
al plomero es una empresa que, para mí, califica de épica. Hacer la copia de
las llaves para la chica que viene a limpiar es heroico. Ir a pagar las
expensas todos los meses al banco -que queda a tres cuadras de casa- amerita un
homenaje en vida. Llevar el acolchado a lavar implica meses de organización. Y
así. Tuvo que pasar otro año para que, al fin, pudiera disfrutar de la ropa
lavada en casa. Y no fue tampoco por la decisión consciente de levantar el
teléfono y de conseguirme un instalador de lavarropas, sino por el problemón
que tuvimos con el gas (y que creo que seguimos teniendo, aunque no se note
gracias a los poderes de la persuasión monetaria). Porque resulta que un día,
el montañista de planta baja sintió olor a gas y, en cambio de preguntar al
resto de los vecinos presentes qué opinaban del tema (yo estaba acá
escribiendo, as always), se cortó solo, no consultó y directamente hizo el
llamado catastrófico a Metrogas. Ni siquiera tuvo la astucia de llamar a un
gasista matriculado, no, llamó al ente proveedor que, lógicamente, mandó a una
patrulla que, ante la duda de un improbable escape y consecuente explosión,
decidió cerrarnos la llave principal y dejarnos sin gas hasta que se arreglara
el supuesto desperfecto. De yapa -unos copados-, hicieron una revisación en
cada una de las doce unidades de la propiedad horizontal y encontraron miles de
problemitas para resolver en menos de 60 días. A mí me dejaron un formulario en
el que decía que tenía que poner cuatro salidas de aire, una válvula de
seguridad en el horno y que, además, tenía que reinstalar todo el termotanque.
Colgué el papel de un imán en la puerta de la heladera como una señal para
reaccionar frente a la urgencia que, por supuesto, no funcionó. Una vez más, la
historia de mi vida. Pasaron semanas y no hice nada. Me dolía la espalda de la
pasividad. En estos casos, el “no tengo tiempo” es una excusa que no sirve para
aplacar el sentimiento de culpa. Si tengo tiempo para escribir más de 9 mil
tuits, ¿cómo no voy a tener tiempo para llamar al gasista? Si pierdo el tiempo
haciéndome la linda con el flaco de la librería, ¿con qué mentira me puedo
engañar? Sé que tengo que hacer algo, me urge y no lo hago. Tema para terapia.
Gracias
a Dios, me salvó Maricé, la vecina de la planta baja A, que es un ejemplo de
organización cotidiana. Vino un día y me dijo que ella sabía que yo “era medio
distraída” y que, si quería, ella podía hacerse cargo de mis arreglos (si yo le
daba la plata, por supuesto), así no se atrasaba el tema. En otras palabras,
sin cuestionar su generosidad, me quiso decir: “vos te vas a olvidar y por tu
culpa esto no se va a resolver nunca, yo me voy a tomar el trabajo de hacerme
responsable por vos para acelerar los tiempos”. Y estuvo bien. Fue un
razonamiento adecuado. Me obligó a actuar, al menos, indirectamente. La
contrataría para que resolviera todas las cuestiones domésticas que me da
pereza enfrentar y voy dejando para último momento. Por ejemplo, desde la
semana pasada es Maricé la que me paga las expensas, yo sólo tengo que
acordarme de llevarle la plata antes de todos los diez de cada mes.
Vuelvo.
Que vino Gustavo, el gasista, gracias a la gestión de Maricé, con un equipo de
cuatro ayudantes. Y, como ya había invadido la casa yendo y viniendo con la
puerta abierta, la música fuerte y el piso lleno de polvo, le pregunté si, de
paso, podía instalar el lavarropas. “Ningún problema, le agregamos 300 pesos al
presupuesto, chiqui”, me contestó. Un presupuesto de 3 mil mangos que se llevó
los ahorros inverosímiles que había logrado juntar durante 2011. Y así, en
cuatro días de enero no sólo regularicé la situación con Metrogas, sino que
también tuve un lavarropas instalado y listo para funcionar.
No
leí el ensayo “Elogio de la lentitud”, pero así podría denominarse mi vida, al
menos, la doméstica. ¿Qué hubiera hecho alguien eficiente con un lavarropas
recién instalado después de una espera de dos años? Ponerlo a funcionar
inmediatamente, supongo. Bueno, no fue así. No tardé años, pero sí dos meses en
acordarme de comprar jabón en polvo y en correr el aparato para que el cable
llegue hasta el enchufe. ¡Dos meses! Para mí que es el agobio del periodista
freelance porque uno ya tiene demasiadas pelotitas en el aire como para andar
atajando nuevas. Digamos, el resto del universo puede derrumbarse, puedo dejar
de comer o de dormir, pero yo te entrego cada nota a tiempo, te escribo los
guiones para la fecha pactada, te presento las facturas antes del 23 para poder
cobrar el mes que viene y te voy a buscar los cheques los viernes de 15 a 17, un horario
establecido claramente para perjudicarnos.
Lo
cierto es que compré el jabón en polvo porque Karina, la chica que viene a
limpiar a casa, me insistió tanto que me dio vergüenza la dejadez. Fui a Disco
y me traje un Drive baja espuma, el paquetito más barato para el primer
intento. Me daba igual el tema, no me emocionaba nada, había terminado por
acostumbrarme a la logística del lavadero y no me parecía gran cosa tener o no
un lavarropas en casa. Además, pensaba que, después de dos años y unos meses de
inactividad, el lavarropas no iba a funcionar, que con tanto tiempo abandonado
seguramente iba a terminar pasando una factura más. El día que vino Karina,
metimos un par de repasadores viejos en el tambor horizontal, elegimos programa,
abrimos la canilla y enchufamos. Nos quedamos las dos paradas inmóviles atentas
al sonido y al movimiento del artefacto y, a los segundos, por fin, se escuchó
que estaba empezando a cargar agua. Ella se fue a limpiar y yo me instalé ahí,
con un banquito y el celular en la mano para contemplar todo el proceso y
asegurarme de que la cosa funcionaba. Pero me cansé a los veinte minutos, es
mentira eso de que el movimiento es fascinante, sólo da vueltas de un lado a
otro. Aunque, eso sí, me iba cada tanto a espiar para ver si ya había
terminado. Ya me intrigaba. No sé qué programa elegimos, pero tardó casi dos
horas hasta llegar al centrifugado. Cuando la lucecita se apagó, abrí la puerta
emocionada y saqué los repasadores relucientes y con olorcito a “Flores del
campo”. Y, entonces, supe que el lavarropas se había convertido en mi
electrodoméstico preferido, que mi vida ya nunca sería la misma, que podía vivir
sin tele o sin heladera, pero no sin lavarropas. Como cuando me dieron los
anteojos con aumento y no supe cuánto de mundo, de realidad, me había perdido
por no consultar antes con el oculista. Tengo pocas certezas en la vida,
tenemos pocas certezas, el amor por el lavarropas es una de ellas, así como el
sabor del café con leche o el placer de los cigarrillos de la noche. Las
certezas, creo, forman parte del mundo de lo concreto, de las cosas materiales
que se pueden ver, tocar, oler. No es que voy a protagonizar la gran escena de
Betty Draper con su lavarropas, no, pero es que en el ritual de lavar está la
mirada, el olfato, el tacto, los sentidos estimulados.
Después
de colgar los repasadores en las sogas que, por suerte, me quedaron de herencia
de la propietaria anterior (hubiera tardado todavía más tiempo en instalar algo
parecido a un tender), llamé a mi mamá para contarle. Creo que si alguna vez le
cuento que estoy embarazada no sé si pondría tan contenta. Varias veces me dijo
que a ella le encantaría ponerse un Laverrap. Es feliz combinando productos,
definiendo cuántos lavados necesita determinada prenda para quedar impecable,
colgando metros de sábanas rozagantes en la terraza. El consejo fundamental que
recibí para que todos pongamos en
práctica fue: poner el jabón directamente con la ropa, adentro del tambor, nunca
en el cajoncito. Parece que así el lavado es más efectivo y que, además, se
evita que los conductos internos del lavarropas no se arruinen con el tiempo. Le
pregunté por el suavizante y me contestó que estaba permitido, que lo pusiera
en la división del canjoncito que tenía un dibujo de flor.
Después
me dediqué a estudiar los programas: algodón completo, algodón suave, algodón
con prelavado, lana, sintéticos corto, centrifugado, color programa corto o
largo y un montón más que parecen sacados de las etiquetas de la ropa. Ahora
entiendo todo. Entiendo, por ejemplo, por qué las marcas de jabón se asociaban
con marcas de ropa para convencernos de que compráramos el Skip Intelligent o
el Ariel Líquido. No sé por qué no lo hacen más. A mí si viene la gente de
Clara Ibarguren o de Levi´s a sugerirme que las prendas van quedar mejor con
tal jabón, obvio que lo compro, así, completamente alienada.
El
lavarropas es como el dibujito animado de Mister Músculo, pero de verdad. Es el
héroe que se viene a ocupar de lavar la ropa, de cuidarla y de hacerlo bien. Creo
la fascinación reside en que el artefacto trabaja por mí mientras yo hago otras
cosas. Que me libera de la obligación de llevar al lavadero la ropa sucia acumulada
y de ir a buscarla dos días después, en el caso de que no llueva. No, acá es
todo inmediato. Ensucio, lavo, cuelgo y se termina.
Con
el encanto de la novedad, no estoy teniendo una conciencia ambiental demasiado responsable,
la realidad es que hago un lavado diario bastante livianito y que estoy
cambiando las sábanas y las toallas cada tres días. Pasa que adoro el ritual
del lavado. Me compré un canasto de mimbre para meter la ropa sucia: remeritas,
jeans, ropa interior, sábanas y toallas. Camino por el pasillo de casa con el
canasto entre los brazos creyéndome una lavandera del siglo pasado y me pongo
un delantal blanco para darle más verosimilitud a la escena. Como solamente
tengo que lavar mis cosas, investigué el mercado e invertí en un jabón de los
buenos, nada de Drive ni de Ala, vamos a por el más caro. Skip y Ariel no me copan,
hacen demasiado marketing, es como que son para las familias numerosas o para
las mujeres que se saben de memoria todos los días de descuentos de los bancos.
Le pregunté a mamá qué podía usar y, sin dudarlo, me recomendó el Woolite
Completo, que es un líquido de textura espesa, como un licuado celeste, si
existiera una fruta de ese color, que dura siete lavados. Agregué un suavizante
Vívere concentrado con perfume a “Mañana de sol”, que es tan delicioso que da
ganas tomárselo, aunque no tan cremoso como me gustaría. También tengo un
Trenet a bolilla que uso previo al lavado para sacar las manchas. El perfume
que se respira en el lavadero es tan rico que mudaría el escritorio para trabajar
allá, si entrara, claro. A mí me parece que el paraíso debería oler así y que
el gobierno debería lanzar un plan de “Lavarropas para todos”, así nadie se
queda sin experimentar este enamoramiento. ♥ ♥ ♥
1 comentario:
Ma ha parecido simplemente magnífico.
Solo he encontrado una errata en
canjoncito //cajoncito
Mi enhorabuena, escritora!
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