jueves, 25 de marzo de 2010

Chacarita en bicicleta

Me subí a mi bicicleta fucsia (rodado 24, y qué?) un día de enero y recorrí el barrio vecino tomando notas, probando cosas ricas, paseando por la feria, sacando fotos y asfixiada de calor. Terminé con una coca fría en el Bar Rodney, lástima que no me lo crucé a David Byrne. Salió este mes en Brando. Esta es la versión on-line. 

Brando Maps: Chacarita

viernes, 19 de marzo de 2010

Con mi amigo García Ferré

El año pasado entrevisté a García Ferré. En una de las entradas antiguas está publicada la interview. Como esto se está poniendo más personal (mmm! ¿a quién le importa, no?), subo el registro fotográfico del encuentro con el creador de Anteojito y todos los demás. La verdad es que yo era de Billiken, pero cada tanto moría por alguno de los juguetes de la competencia. Gracias Diego, el fotógrafo, por el regalo. Observen el detalle: estoy abrazando literalmente a un Anteojito de cartón y eso que estaba medicada.

Ojo, que los trabajos también se ponen feos

Escaneada por la amable entrevistada para esta nota, María Inés del Árbol, puedo subir una de mis notas de este mes en Brando. Sigo aceptando donaciones para adquirir la impresora multifunción. Que no les dé fiaca, ¡lean! Escribo con tanto amor.

viernes, 12 de marzo de 2010

Without me


Si muriese en una guerra, sería en una batalla encarnizada por conseguir la camisa más linda de Jazmín Chebar en una liquidación, no arriesgaría mi vida por Paula o Clara. Las causas justas y románticas me parecen importantes, aunque imagino que sería más coherente conmigo morir en medio de una pelea cuerpo a cuerpo con alguna otra desquiciada por la ropa como yo. Me animo a confesarlo: soy lo que se dice una loca por las compras, como el libro de Sophie Kinsella que, claramente, figura entre mis favoritos. Me encantan las carteras y las camisas. No tanto los zapatos. Muero por los iluminadores que dejan los ojos radiantes y, con 32 años, me parece lógico que sea fanática de toda la línea antiage de Vichy. Tengo, además, una biblioteca repleta de libros. Creo el gusto por la estética y por la la moda no es incompatible con el interés y la fascinación literaria. Adoro a Javier Marías, a David Lodge, a John Irving, a Alesandro Barrico, a Camus, a Graham Greene, a todos por igual. Soy compulsiva por la ropa y por los libros. Si estoy angustiada, además de unas gotas de Rivotril, una tarde en el Paseo Alcorta con previa visita a la librería de mi barrio, Caleidoscopio, puede hacerme completamente feliz. Y un té con mantecados de limón. O un combo de películas o un empacho de Mad Men. O un día cocinando y decorando cupcakes con colorantes rosas y amarillos.


Sin creerme mil, estoy convencida de que el mundo se perdería de unas cuantas cosas si se consumiera mi existencia. Somos imprescindibles, únicos e irrepetibles. Todo lo contrario que digan es mentira. El planeta seguirá girando, pero quedará incompleto, ya nada será lo mismo. En mi caso particular, no creo que existan demasiadas personas que puedan conversar sobre las causas últimas de la exitencia mientras analizan con ojo crítico la última colección de Desiderata. O que mueran por la Oreja de Van Gogh, escuchen a Carla Bruni y a Vicentico, les encante Keane y Green Day, salten con Killers y se copen mal con David Bowie y Talking Heads. Ni tampoco que disfruten tanto cantando en el auto mientras pasean por la ciudad vacía en una noche de verano. Cuántas personas que pasaron por la experiencia de haber sido internadas en un psiquiátrico pueden contarlo hoy con naturalidad. Me fui a la mierda con tantas supuestas virtudes. Debería morirme, la muerte no me asusta, la espero.

Dicen que lo peor es la falsa humildad, o sea, no reconocer lo que tenemos de bueno con la intención de que sean otros los que nos halaguen. Prefiero autoelogiarme. El mundo se perderá de mis notas esmeradas y correctas, de los miles de sumarios con ideas geniales que nunca serán escritas, de mis actualizaciones de estado en FB, de las poesías que no me animo a mostrar a nadie, de las canciones que hago que toco en la guitarra cuando estoy sola, de la íntima sensación de placer y seguridad que experimento cada vez que algo sale tal como lo esperaba, de la forma de caminar que tengo cuando me siento especialmente linda e inteligente.

Contemplaré desde el aire al mundo sin mí y me extrañaré andando en bicicleta con el canastito tan pretty con el que llevo mi eco bag de las compras. Me pregunto si quien herede mi equipo de peluquería –el mega secador, la planchita y el modelador- logrará el curvado ideal de las ondas en las cabezas de mis pacientes hermanas siempre dispuestas a la experimentación. Si alcanzará la perfección en los recogidos hippies que me confirmaban que lo mío también era el arte de los peinados.

Si Dios me lo permite, bajaré a susurrarle a mamá esas palabras mías que ella repetía con orgullo, citándome en un REC permanente, como si hubiera ganado un premio nobel o fuera una pensadora reconocida. Me apareceré en sueños para aconsejarla y ella, preocupada por mi destino dudoso en el purgatorio, me hará una misa para ayudar a que se me abran las puertas del cielo.

Quedarán tantas cosas para ordenar. El tocador repleto de horquillas, de maquillaje y de muestras gratis de cremas para probar. La biblioteca a punto de perder el equilibrio por los ya cientos (y lo escribo con orgullo) de libros apilados y llenos de polvo. La computadora y las carpetas que me hubiera encantado crear para no perder tiempo buscando archivos viejos, los favoritos de Internet que a los que me da pereza agruparlos por intereses y actividades. Los cds en sus respectivas cajitas para no encontrar a Cerati en la portada de Mimi Maura. El placard que nunca dejó de ser una mesa de Zara en tiempos de rebajas. Las cuentas, la deuda eterna con American Express y con el monotributo. El cajón de los secretos.

Me quedarán otras tantas cosas por hacer. Tener un hijo. Casarme de blanco. Ser vendedora de ropa y cantante de rock. Terminar esa novela que espera inconclusa un verdadero final, escribir la nota perfecta, conocer a Javier Marías y darle un beso apasionado a Morrissey.

jueves, 4 de marzo de 2010

El hombre cubista


Va un inédito. Lo publico primero sin orden de preferencia, quizás, sea uno de los pocos textos no tan privados que escribo cuando tengo tiempo.


Hay un sujeto que me molesta. En realidad, no sé si es uno o varios, ni siquiera logro discernir si es hombre, mujer o todo junto. Quizás sea alguna divinidad de la mitología griega o romana que, por mis escasos conocimientos culturales, no estoy identificando. La cuestión es que está ahí, parado, inmóvil, esperando y me molesta. Su esquina, porque se la adueñó, es la de Sucre y Superí, lugar de tránsito intenso en mi vida cotidiana: camino del banco, de la librería, de la Juvenil y, cada tanto, de la peluquería. Somos vecinos, nos distancian dos cuadras, yo paro, digamos, en Juramento y Superí. Al parecer, el tipo podría ser un homeless que se encariñó con la esquina, con los habitués del 113 que tiene la parada en ese mismo lugar.


Hace poco, intenté acercarme y tocarlo porque parece de cartón, aunque la lluvia nunca lo arruina. Se mantiene impecable con su traje arrabalero que combina con un estampado militar camuflado de negro y verdes. Impresionan sus piernas de mujer haciendo la vertical, de anatomía perfecta, luciendo unos tacos imposibles. Si tuviera que definirlo en términos artísticos, diría que es un hombre cubista, que se deconstruye en una multiplicidad de miradas intentando abarcarlo todo.

Todavía no logré descubrir su verdadera naturaleza, por eso, prefiero llamarlo sujeto, no en un sentido filosófico porque tampoco sé si dicha estructura posee un modo de pensar y sentir que le son propios. Es decir, que el término sujeto, en este caso, no significa necesariamente subjetividad.

Sin embargo, su particular diseño múltiple lo opone a la noción de objetividad. Contemplado desde cualquier ángulo, siempre es posible encontrar un ojo observador que mira desde su experiencia, casi como un espía. De hecho, su posición resulta definitivamente estratégica respecto de la comunidad Betel, el colegio y la sinagoga que ocupan una media manzana entre Sucre y Conde. Uno nunca sabe, el sujeto podría ser un terrorista disfrazado, dispuesto a todo, con alguna bomba escondida entre sus aristas.

No logré tocarlo. En cuanto intenté ponerle una mano encima, el guardia de seguridad del edificio de la esquina apropiada se acercó y me prohibió siquiera rozarlo. Cada vez que paso, siento que tanto el sujeto como el guardia me vigilan, que conocen todos mis movimientos. Por eso, he decidido evitar la esquina y caminar una cuadra más por Conde o por Melián, con tal de no cruzarme a ninguno de los dos.

El sujeto no se mueve, aunque su posición revela un evidente movimiento de baile de salón. Tango, concretamente. Tal vez, sean dos, una mujer y un hombre petrificados en una danza apasionada o macabra, como el cuadro de mi tío que me aterrorizaba cuando era chica.

Lo curioso es que el sujeto pareciera tener familiares en distintos barrios de la ciudad. Siempre paran en las entradas de los edificios que construye la empresa Town House, esos bloques de cemento cuadrados que, según mis categorías de belleza, no son nada lindos. Algunos suben escaleras, otros se entrelazan en una multitud de cabezas, brazos y piernas, casi monstruos, como el de José Hernández y Tres de Febrero. Serán hermanos, primos, descenderán de una raza diferente, hasta puede que sean extraterrestres.

Por las noches, imagino que mi vecino se libera de la esquina y que sus múltiples personalidades deambulan por el empedrado de Melián, entre las casonas inmensas y las tipas que componen un techo estrellado color violeta. En verano, pasear por Melián es como prender el aire acondicionado, se siente la atmósfera libre de vapores y calores abrasadores.

Como en los cuentos infantiles, los sujetos de Town House quizás se despierten de noche y conviertan sus calles en grandes salones de baile, danzando al ritmo de ese tango que dice, en este caso, “barrio de Belgrano, caserón de tejas”. Aquí, necesito hacer la justa aclaración de que la empresa constructora intenta hacer lo posible por desterrar las tejas de toda la ciudad a cambio de cajones de cemento que se pretenden modernos. No quiero caer en el lugar común de los que se quejan de las nuevas construcciones, porque, al fin y al cabo, también termino criticando el edificio de mal gusto que otro grupo construye sobre Libertador, frente a Obras, de estilo supuestamente francés en el que se nota exageradamente que nada es artesanal, que las molduras son producto de maquinitas y que los techos negros son imitaciones malas de los originales. No soy arquitecta, así que no sé cuál será el lugar intermedio entre los dos estilos.

Lo que no logro entender es la utilidad de los sujetos que alberga Town House. Ya sé, el arte no es útil, no se valora en esos términos, pero no entiendo su funcionalidad dentro de un edificio. Uno de ellos, vecino de la zona, en Conde y Carbajal, debió ser eliminado de la vía pública. La escena se componía de un hombre, con su correspondiente sombrero de compadrito, que sujetaba entre sus brazos a una bailarina nadadora, vestida de celeste, interpretando una supuesta lección de natación. Su problema era el equilibrio. Porque la chica parecía querer avanzar pero su entrenador sólo la sostenía por las caderas, es decir, cada tanto, los pobres aparecían tumbados en diagonal a la vereda agotados de tanto ejercicio. La nadadora, además, quedó manca después de que un grupo de niñas del club que funciona en el vecino centro del Opus Dei se colgaran de sus manos y se las quedaran entre las suyas. Un verdadero peligro, tanto para los sujetos inmóviles como para cualquier niño aventurero y curioso de las expresiones artísticas contemporáneas. Desde ese momento, no hubo más lecciones de natación públicas, al menos, en esa vereda.

A mí me sigue intrigando el mamarracho de la esquina de las residencias en altura, como se denomina la construcción de tres pisos de Sucre y Superí. Me da ganas de desarmarlo y ordenarlo lógicamente para que, al menos, ofrezca una apariencia algo más humana que la cara del tipo de seguridad que vigila constantemente los movimientos de la cuadra. Quisiera trasladarlo a un espacio en el que no se sienta como una isla flotante. Creo que le sentaría mejor cruzar Superí y mudarse a la Casa del Poeta, un centro cultural del barrio en el que funciona la Sociedad de Fomento de Belgrano R. Otra opción sería movilizarlo hacia el vivero inmenso ubicado en una de las cuatro esquinas, enfrente, sobre Sucre. Esa casa también resulta desconcertante, a veces, sus habitantes se sientan a comer asados en la vereda del garage subterráneo. La escena, digna de los suburbios de la ciudad, no coincide con la estirpe barrial de casas inglesas de espíritu intelectual y repleto de barcitos que invitan, justamente, a meditar sobre el hombre que insiste en molestarme con su presencia cada vez que atravieso la esquina apropiada.