viernes, 12 de marzo de 2010

Without me


Si muriese en una guerra, sería en una batalla encarnizada por conseguir la camisa más linda de Jazmín Chebar en una liquidación, no arriesgaría mi vida por Paula o Clara. Las causas justas y románticas me parecen importantes, aunque imagino que sería más coherente conmigo morir en medio de una pelea cuerpo a cuerpo con alguna otra desquiciada por la ropa como yo. Me animo a confesarlo: soy lo que se dice una loca por las compras, como el libro de Sophie Kinsella que, claramente, figura entre mis favoritos. Me encantan las carteras y las camisas. No tanto los zapatos. Muero por los iluminadores que dejan los ojos radiantes y, con 32 años, me parece lógico que sea fanática de toda la línea antiage de Vichy. Tengo, además, una biblioteca repleta de libros. Creo el gusto por la estética y por la la moda no es incompatible con el interés y la fascinación literaria. Adoro a Javier Marías, a David Lodge, a John Irving, a Alesandro Barrico, a Camus, a Graham Greene, a todos por igual. Soy compulsiva por la ropa y por los libros. Si estoy angustiada, además de unas gotas de Rivotril, una tarde en el Paseo Alcorta con previa visita a la librería de mi barrio, Caleidoscopio, puede hacerme completamente feliz. Y un té con mantecados de limón. O un combo de películas o un empacho de Mad Men. O un día cocinando y decorando cupcakes con colorantes rosas y amarillos.


Sin creerme mil, estoy convencida de que el mundo se perdería de unas cuantas cosas si se consumiera mi existencia. Somos imprescindibles, únicos e irrepetibles. Todo lo contrario que digan es mentira. El planeta seguirá girando, pero quedará incompleto, ya nada será lo mismo. En mi caso particular, no creo que existan demasiadas personas que puedan conversar sobre las causas últimas de la exitencia mientras analizan con ojo crítico la última colección de Desiderata. O que mueran por la Oreja de Van Gogh, escuchen a Carla Bruni y a Vicentico, les encante Keane y Green Day, salten con Killers y se copen mal con David Bowie y Talking Heads. Ni tampoco que disfruten tanto cantando en el auto mientras pasean por la ciudad vacía en una noche de verano. Cuántas personas que pasaron por la experiencia de haber sido internadas en un psiquiátrico pueden contarlo hoy con naturalidad. Me fui a la mierda con tantas supuestas virtudes. Debería morirme, la muerte no me asusta, la espero.

Dicen que lo peor es la falsa humildad, o sea, no reconocer lo que tenemos de bueno con la intención de que sean otros los que nos halaguen. Prefiero autoelogiarme. El mundo se perderá de mis notas esmeradas y correctas, de los miles de sumarios con ideas geniales que nunca serán escritas, de mis actualizaciones de estado en FB, de las poesías que no me animo a mostrar a nadie, de las canciones que hago que toco en la guitarra cuando estoy sola, de la íntima sensación de placer y seguridad que experimento cada vez que algo sale tal como lo esperaba, de la forma de caminar que tengo cuando me siento especialmente linda e inteligente.

Contemplaré desde el aire al mundo sin mí y me extrañaré andando en bicicleta con el canastito tan pretty con el que llevo mi eco bag de las compras. Me pregunto si quien herede mi equipo de peluquería –el mega secador, la planchita y el modelador- logrará el curvado ideal de las ondas en las cabezas de mis pacientes hermanas siempre dispuestas a la experimentación. Si alcanzará la perfección en los recogidos hippies que me confirmaban que lo mío también era el arte de los peinados.

Si Dios me lo permite, bajaré a susurrarle a mamá esas palabras mías que ella repetía con orgullo, citándome en un REC permanente, como si hubiera ganado un premio nobel o fuera una pensadora reconocida. Me apareceré en sueños para aconsejarla y ella, preocupada por mi destino dudoso en el purgatorio, me hará una misa para ayudar a que se me abran las puertas del cielo.

Quedarán tantas cosas para ordenar. El tocador repleto de horquillas, de maquillaje y de muestras gratis de cremas para probar. La biblioteca a punto de perder el equilibrio por los ya cientos (y lo escribo con orgullo) de libros apilados y llenos de polvo. La computadora y las carpetas que me hubiera encantado crear para no perder tiempo buscando archivos viejos, los favoritos de Internet que a los que me da pereza agruparlos por intereses y actividades. Los cds en sus respectivas cajitas para no encontrar a Cerati en la portada de Mimi Maura. El placard que nunca dejó de ser una mesa de Zara en tiempos de rebajas. Las cuentas, la deuda eterna con American Express y con el monotributo. El cajón de los secretos.

Me quedarán otras tantas cosas por hacer. Tener un hijo. Casarme de blanco. Ser vendedora de ropa y cantante de rock. Terminar esa novela que espera inconclusa un verdadero final, escribir la nota perfecta, conocer a Javier Marías y darle un beso apasionado a Morrissey.

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