jueves, 4 de marzo de 2010

El hombre cubista


Va un inédito. Lo publico primero sin orden de preferencia, quizás, sea uno de los pocos textos no tan privados que escribo cuando tengo tiempo.


Hay un sujeto que me molesta. En realidad, no sé si es uno o varios, ni siquiera logro discernir si es hombre, mujer o todo junto. Quizás sea alguna divinidad de la mitología griega o romana que, por mis escasos conocimientos culturales, no estoy identificando. La cuestión es que está ahí, parado, inmóvil, esperando y me molesta. Su esquina, porque se la adueñó, es la de Sucre y Superí, lugar de tránsito intenso en mi vida cotidiana: camino del banco, de la librería, de la Juvenil y, cada tanto, de la peluquería. Somos vecinos, nos distancian dos cuadras, yo paro, digamos, en Juramento y Superí. Al parecer, el tipo podría ser un homeless que se encariñó con la esquina, con los habitués del 113 que tiene la parada en ese mismo lugar.


Hace poco, intenté acercarme y tocarlo porque parece de cartón, aunque la lluvia nunca lo arruina. Se mantiene impecable con su traje arrabalero que combina con un estampado militar camuflado de negro y verdes. Impresionan sus piernas de mujer haciendo la vertical, de anatomía perfecta, luciendo unos tacos imposibles. Si tuviera que definirlo en términos artísticos, diría que es un hombre cubista, que se deconstruye en una multiplicidad de miradas intentando abarcarlo todo.

Todavía no logré descubrir su verdadera naturaleza, por eso, prefiero llamarlo sujeto, no en un sentido filosófico porque tampoco sé si dicha estructura posee un modo de pensar y sentir que le son propios. Es decir, que el término sujeto, en este caso, no significa necesariamente subjetividad.

Sin embargo, su particular diseño múltiple lo opone a la noción de objetividad. Contemplado desde cualquier ángulo, siempre es posible encontrar un ojo observador que mira desde su experiencia, casi como un espía. De hecho, su posición resulta definitivamente estratégica respecto de la comunidad Betel, el colegio y la sinagoga que ocupan una media manzana entre Sucre y Conde. Uno nunca sabe, el sujeto podría ser un terrorista disfrazado, dispuesto a todo, con alguna bomba escondida entre sus aristas.

No logré tocarlo. En cuanto intenté ponerle una mano encima, el guardia de seguridad del edificio de la esquina apropiada se acercó y me prohibió siquiera rozarlo. Cada vez que paso, siento que tanto el sujeto como el guardia me vigilan, que conocen todos mis movimientos. Por eso, he decidido evitar la esquina y caminar una cuadra más por Conde o por Melián, con tal de no cruzarme a ninguno de los dos.

El sujeto no se mueve, aunque su posición revela un evidente movimiento de baile de salón. Tango, concretamente. Tal vez, sean dos, una mujer y un hombre petrificados en una danza apasionada o macabra, como el cuadro de mi tío que me aterrorizaba cuando era chica.

Lo curioso es que el sujeto pareciera tener familiares en distintos barrios de la ciudad. Siempre paran en las entradas de los edificios que construye la empresa Town House, esos bloques de cemento cuadrados que, según mis categorías de belleza, no son nada lindos. Algunos suben escaleras, otros se entrelazan en una multitud de cabezas, brazos y piernas, casi monstruos, como el de José Hernández y Tres de Febrero. Serán hermanos, primos, descenderán de una raza diferente, hasta puede que sean extraterrestres.

Por las noches, imagino que mi vecino se libera de la esquina y que sus múltiples personalidades deambulan por el empedrado de Melián, entre las casonas inmensas y las tipas que componen un techo estrellado color violeta. En verano, pasear por Melián es como prender el aire acondicionado, se siente la atmósfera libre de vapores y calores abrasadores.

Como en los cuentos infantiles, los sujetos de Town House quizás se despierten de noche y conviertan sus calles en grandes salones de baile, danzando al ritmo de ese tango que dice, en este caso, “barrio de Belgrano, caserón de tejas”. Aquí, necesito hacer la justa aclaración de que la empresa constructora intenta hacer lo posible por desterrar las tejas de toda la ciudad a cambio de cajones de cemento que se pretenden modernos. No quiero caer en el lugar común de los que se quejan de las nuevas construcciones, porque, al fin y al cabo, también termino criticando el edificio de mal gusto que otro grupo construye sobre Libertador, frente a Obras, de estilo supuestamente francés en el que se nota exageradamente que nada es artesanal, que las molduras son producto de maquinitas y que los techos negros son imitaciones malas de los originales. No soy arquitecta, así que no sé cuál será el lugar intermedio entre los dos estilos.

Lo que no logro entender es la utilidad de los sujetos que alberga Town House. Ya sé, el arte no es útil, no se valora en esos términos, pero no entiendo su funcionalidad dentro de un edificio. Uno de ellos, vecino de la zona, en Conde y Carbajal, debió ser eliminado de la vía pública. La escena se componía de un hombre, con su correspondiente sombrero de compadrito, que sujetaba entre sus brazos a una bailarina nadadora, vestida de celeste, interpretando una supuesta lección de natación. Su problema era el equilibrio. Porque la chica parecía querer avanzar pero su entrenador sólo la sostenía por las caderas, es decir, cada tanto, los pobres aparecían tumbados en diagonal a la vereda agotados de tanto ejercicio. La nadadora, además, quedó manca después de que un grupo de niñas del club que funciona en el vecino centro del Opus Dei se colgaran de sus manos y se las quedaran entre las suyas. Un verdadero peligro, tanto para los sujetos inmóviles como para cualquier niño aventurero y curioso de las expresiones artísticas contemporáneas. Desde ese momento, no hubo más lecciones de natación públicas, al menos, en esa vereda.

A mí me sigue intrigando el mamarracho de la esquina de las residencias en altura, como se denomina la construcción de tres pisos de Sucre y Superí. Me da ganas de desarmarlo y ordenarlo lógicamente para que, al menos, ofrezca una apariencia algo más humana que la cara del tipo de seguridad que vigila constantemente los movimientos de la cuadra. Quisiera trasladarlo a un espacio en el que no se sienta como una isla flotante. Creo que le sentaría mejor cruzar Superí y mudarse a la Casa del Poeta, un centro cultural del barrio en el que funciona la Sociedad de Fomento de Belgrano R. Otra opción sería movilizarlo hacia el vivero inmenso ubicado en una de las cuatro esquinas, enfrente, sobre Sucre. Esa casa también resulta desconcertante, a veces, sus habitantes se sientan a comer asados en la vereda del garage subterráneo. La escena, digna de los suburbios de la ciudad, no coincide con la estirpe barrial de casas inglesas de espíritu intelectual y repleto de barcitos que invitan, justamente, a meditar sobre el hombre que insiste en molestarme con su presencia cada vez que atravieso la esquina apropiada.

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