sábado, 24 de abril de 2010

El perro de mi barrio

La tarde de la gran nevada en Buenos Aires lo vi pasar, desde el ventanal de mi departamento, por la vereda de enfrente. El pelo negro de siempre se había cubierto de una capa blanca y radiante que dejaba ver parte del collar verde con la medallita que decía “Negro” de un lado y “Estación Belgrano R” del otro. Caminaba decidido como si le hubieran encargado alguna misión especial de rescate o algo así.

Nos conocimos en cuanto me mudé a esta parte del barrio. Me lo cruzaba todas las mañanas cuando cruzaba la plaza para tomarme el tren. Era la época en la que todavía tenía que viajar para ir a trabajar. Salía muy temprano de casa porque tenía que estar a las ocho en Puerto Madero para actualizar las noticias del sitio. Reiki siempre andaba por la plaza a esa hora. Parecía venir de alguna parte. Y cada vez que pasaba caminando apurada con mis tacos ruidosos, Reiki se apuraba moviendo la cola esperando una caricia de buenos días. Si yo corría para no llegar tarde, él también se dirigía a alguna parte. Iba y venía por un determinado perímetro del barrio. Un día me lo crucé en Crámer y Echeverría y una noche de verano lo vi echado durmiendo, con una placidez envidiable, en Naón y Sucre.

No se llamaba Reiki. Los vecinos del barrio le decían “Negro”. En Croxi le daban de comer y alguna señora se encargaba de darle las vacunas y de bañarlo cada tanto. Para mí siempre fue Reiki. Me hacía gracia verlo los sábados a la mañana participando activamente de la clase de lo que para mí es reiki: gente que se junta en un sector de la plaza, por lo general, vestida de blanco, a hacer movimientos con el cuerpo sin miedo al ridículo ni a nada. No sé si eso se llama reiki, pero seguro que es algo oriental como el tai chi o el kung fu. De ahí el nombre. Era lindo verlo a Reiki paseándose alrededor de esas personas mientras estiraban los brazos y las piernas haciendo como un ritual hacia la naturaleza de la plaza.

A mí Reiki me generaba un cariño por los perros hasta ese momento jamás experimentado. Me intrigaba su paso tan decidido hacia ninguna parte. El sujeto transitaba como cumpliendo horarios por las distintas calles del barrio. Cuando me enfermé, salía a caminar un rato todas las tardes para que el aire de verdad me sacudiera la cara y los pensamientos. Y ahí, en esos paseos, siempre me cruzaba a Reiki que, estoy segura, se alegraba de verme: movía la cola y daba saltitos, supongo, de alegría. Me acompañaba caminando una o dos cuadras pero enseguida algún llamado interno de alerta lo hacía modificar su itinerario y se daba media vuelta para regresar a nowhere, como la canción de Talking Heads.

Reiki era (es, sigue siendo) un perro raza perro. Es parte de su encanto. A mitad de camino entre un ovejero alemán, Reiki seguramente tiene antepasados patricios. Siempre parecía saberlo todo. Dejaba pasar a los autos en las esquinas, se quedaba bien quieto frente a la barrera baja del tren, jamás molestaba a los chicos de la plaza y pocas veces lo escuché ladrar. Era como un perro con alma que había descubierto el sentido de su existencia.

Pero un día dejé de cruzármelo.

Enfrente de casa, en diagonal en realidad, vive un matrimonio de viejos con mala onda que tienen uno perro de esos bien tontones. Enorme, demasiado peludo, de raza y con correa. Peleador. De los que se embroncan hasta con un caniche toy vestido de rosa. Y parece que la relación entre el perrito mimado de mis vecinos y Reiki venía complicada. Porque cada vez que el grandulón lo veía empezaba a provocarlo. Fui testigo de la escena un par de veces y quedé impresionada por la grandeza de Reiki que se detenía a mirarlo, unos segundos nada más, como evaluando si valía o no la pena enfrentar a semejante idiota, le ladraba un poco como para seguirle la corriente y continuaba caminando hacia destinos más importantes. El tema es que la provocación pasó a mayores un día en el que los dueños de “Antonio” (así se llama, por favorrrr) decidieron soltarle la correa. Me lo contó mi vecina que es como la Lucho Avilés de la cuadra: Reiki pasó caminando y Antonio le empezó a chumbar y tanto le rompió las pelotas –literalmente- que Reiki terminó perdiendo la paciencia y lo mordió con toda su experiencia y expertise callejero. Según Marisa, mi vecina masajista, Juan y Jorge, los porteros de los únicos edificios de mi cuadra, tuvieron que separarlos para que no se terminaran matando. Inmediatamente, los dueños del pollerudo le hicieron una denuncia a Reiki por “perro violento” y enseguida llegaron los de la perrera para llevárselo hacia destinos inciertos. Aquí comenzó el calvario de Reiki que de la libertad de sus calles paquetas pasó a la cárcel para perros asesinos.

A los meses, dando por sentado que lo peor había sucedido, en una de mis salidas a hacer los mandados al Disco de Naón, vi a Reiki recuperado y durmiendo en los jardines externos de una de las casonas inglesas de la otra cuadra. A la vuelta, seguía del otro lado de las rejas con el hocico asomado hacia la calle. Fue como encontrarme con el amor de mi vida. Me agaché, nos miramos a los ojos, Reiki movió la cola y yo le acaricié la cabeza. Se había salvado y me saltaron las lágrimas de emoción y alegría.

Una noche, cuando bajé a sacar la basura, me crucé con mi vecina que, además de hacer masajes, también les da de comer una familia de gatos glotones que duermen arriba de los autos que estacionan en la vereda de casa. Me contó que después de la perrera, con la denuncia a cuestas, lo enviaron a una granja de recuperación para perros violentos (existe, sí) y que, ahí, se agarró neumonía. Parece que estuvieron a punto de sacrificarlo, pero que, por alguna razón que ni ella conocía, la vecina de la otra cuadra había hecho todas las gestiones suficientes para salvarlo y llevárselo a su casa. Reiki ahora tiene prohibido andar suelto por las calles del barrio (aunque a veces lo dejan salir), pero vive con una familia con nenes que se divierten con él y con una tortuga que debe entender más que todos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Me encanto, excelente, transmitis una historia que emociona, màs a los que amamos a los perros como yo, me puedo imaginar cada escena narrada, y sentir cada emocion que muchas veces experimente en historias similares que me han sucedido con nuestros mejores amigos!, felicitaciones.

JG Cozzolino dijo...

me gustó. había entrado a tu blog pero sin tiempo. y me gustó.

Cecilia dijo...

¡GRACIAS! Son mis dos primeros comentadores, qué alegría.
Anónimo, no te hagas el invisible!
Y gracias Javier! ¿Esto es cortesía blogger?

juli dijo...

hola ceci!!! por dios qué suerte que lo salvaron... porque de algún modo, estos perros callejeros encuentran el modo de salvarnos a nosotros, los humanos.
te dejo un beso grande y brindo por reiki!!!