lunes, 3 de octubre de 2011

Belleza (o veshesssa)

Volvía de Pilates congelada de frío con mis all star botitas marrones, el jogging negro, el saco de escribir marrón repleto de pelotitas, el pelo atado haciendo un símil rodete con una gomita y las bolsas del supermercado con la leche fundamental para el café que no había podido tomar más temprano porque me encontré con el peor del mundos una mañana de lunes: el sachet vacío. Lavé la taza y la cucharita, me tomé el trabajo de mezclar el café instantáneo con los cuatro sobrecitos de edulcorante para forzar un símil pastita de la que se logra con azúcar verdadera, esperé a que la pava empiece a tirar vapor, eché el agua adentro de la taza y, ya lista para el último paso, el necesario y fundamental chorro de leche. Y ¡ZAS! Sachet vacío guardado sin sentido adentro de la heladera. La frustración que se convierte en sensación física. Es lo que sucede cuando se espera  cierta resistencia natural de peso, pero no esta vez. Sujeté el portasachet verde de diseño comprado en Reina Batata con impulso y decisión y el brazo se me quedó tambaleando a la espera de un peso que no fue, junto con la desilusión y la certeza de no tener leche para desayunar. Si hasta tenía medialunas que sobraron del té de cumpleaños de ayer. Pensaba prepararme un festín en taza extra large. Cambié los planes. Dejé el desayuno para la vuelta y me fui a Disco, que queda al lado de Pilates, a comprar leche y otros insumos para la semana en general, como queso de máquina, sobrecitos de jugo clight y chocolate.
Entonces, vuelvo. A las 11 y 15 volví a casa. La semana pasada comenzaron los arreglos de la fachada del edificio. Todos los vecinos del consorcio queremos que nuestras viviendas coticen bien, considerando, además, que vivimos en un lindo barrio. Pagamos 100 mangos de expensas porque no tenemos administración, nos administramos nosotros y, aunque nunca nadie es responsable de nada, tampoco hay tanto para hacer. Yo me ocupo de controlar a la chica que viene a limpiar una vez por semana, de pagarle con la plata que me da Ignacio, el flaco del segundo A, un soltero que vive acelerado y que se junta día por medio con amigos que, con alrededor de 40 años, gritan un lunes o un miércoles desde que llegan de jugar al fútbol hasta las cinco de la mañana. Acá igual, a todos nos importa muy poco y nadie se queja. A mí no me molesta nada. Y de paso, así me justifico cuando pongo música muy alta a partir de las nueve de las noche, la hora de la medida de whisky y del baile desenfrenado en la cocina.
Me pierdo. Cuando llegué, me encontré con los dos albañiles que están arreglando el frente del edificio. Uno estaba trepado a una escalera pintando ladrillos y el otro salía atravesando la puerta de entrada. Es el mismo que la semana pasada estuvo haciendo las primeras refacciones en el balcón, al que atendí en un estado más deplorable que el de esta mañana. Tanto que, cuando esa misma tarde me lo volví a cruzar cambiada y maquillada para ir a hacer una nota me dijo “no te reconocí, estás linda, siempre tenés que estar así”. Y yo me reí y le agradecí con mi mejor sonrisa porque me pareció un señor grande y serio, un abuelito con buena onda.
Nos cruzamos en el umbral de entrada. Buen día le dije yo y el me contestó con un Hola linda aceptable. Yo venía pensando en el recorrido de La Plata que tenía que escribir y no pensé nada, sólo cerré la puerta y la dejé caer porque pensé que el señor la iría a sujetar antes de que se cerrara con todo el peso y la inercia. Pero no, el hombre no hizo nada salvo gritar de dolor cuando el dedo que tenía apoyado sobre el marco fue víctima del golpe que le dio la puerta antigua de madera de la buena, como dicen que se hacían las cosas de antes. Le salía sangre por la uña y por la yema. El dedo había quedado parecido a los dibujitos animados que quedan sin dimensión cuando los pasa por encima un tractor. Me di vuelta del susto, antes de subir la escalera, y vi al hombre sacudiendo la otra mano como clara señal de dolor. Como muestra de reparación y de amabilidad, le dije que viniera a casa a lavarse, que además yo podía ponerle una venda para cubrir el desastre. Y subimos. Le dejé que me ensucie una toalla con sangre para secarse y le di el jabón Espadol líquido que alguna vez compré en plan “me voy a armar un botiquín”. La venda y la cinta las tenía de cuando me quemé con agua caliente en el verano. Con mis uñas pintadas de rosa Barbie, le vendé el dedo, el del medio, con delicadeza porque el señor decía ay ay cada dos segundos. Después inventé un capuchón y con la tijera de cocina corté la venda y la cinta.
Cuando se fue, me hice el café y me senté a escribir el recorrido, mientras mis amigas me comentaban por el Gtalk el cumpleaños té del día anterior. Entre el barrio Meriadiano y la camisita divina de Paula de estreno, sonó el timbre de casa. Abrí sin mirar, como siempre. Era el albañil que venía con la venda completamente roja y un nuevo pedido de que lo auxiliara. Repetimos el operativo y le recomendé que se fuera al Pirovano a que lo revisaran porque la herida se veía horrible, el dedo deforme.
Alrededor de la una de la tarde cuando estaba a las puteadas con el recorrido, volvió a sonar el timbre. Preparada para el discurso de “no me queda más venda”, abrí la puerta. Pero no, era el albañil, sí, aunque esta vez con la mano vendada por un profesional y una radiografía en la otra. Al parecer, el golpe le quebró una falange. Sentí un poquito de culpa y lo hice pasar. “Todo mal”, le dije haciendo que miraba la radiografía interesada a la luz de la ventana del living, como si entendiera algo. “Perdón”, agregué, “fue mi culpa”. El albañil que, vamos a decirlo, se llama Roberto, me contestó que no, que él se había quedado mirándome por lo linda que era y que se distrajo y que la culpa, en todo caso, era de mi “belleza”. Pronunció la palabra belleza, literal, dos veces porque después agregó “vos sos una belleza”. Y yo me reí nerviosa y caminé tres pasos acelerados hasta la puerta de casa. Roberto se dio vuelta, me pidió que no lo tratara más de usted y me agarró la mano con fuerza intentando acercarme a él. Metí resistencia y le dije que se cuide, que aproveche para descansar, mientras él aprovechaba mi discursito de neutralidad para acariciarme el dedo del anillo de flores. Te dejo mi tarjeta para que me llames. Ah, buenísimo, le contesté, la leí y le dije que estaba bueno que hiciera arreglos de toda clase. Sí bueno, pero vos me vas a llamar para que te invite a comer y salgamos. Veremos, veremos, le respondí con la mano todavía atrapada en la suya. “Sos irresistible”, sabés y por fin me soltó la mano para acercarme la cara e intentar darme un beso. Un beso en la boca, sí. No llegó. Me corrí con los reflejos necesarios y le pedí que no se desubicara con la mejor cara de culo que me salió porque, a la vez, me daba risa toda la situación. Perdoname, es que sosss tan linnnda, espero que llames, igual, te veo cuando retomemos el trabajo.     

miércoles, 4 de mayo de 2011

Encuentro con el aura

Fue en la esquina del hombre poliédrico. Había tenido sesión de psiquiatra a las cinco de la tarde. La conozco hace poco. Muy mística la señora. Se llama Catalina. El consultorio se parece más a lo que imagino como la piecita de un cabaret barato que a un espacio dedicado a la medicina. Las luces son bajas. Hay esferas de colores y otras que brillan con puntitos que se mueven. El diván está cubierto por un cubrecama con letras chinas y 800 mil almohadones que tienen todas las piedritas de fantasía de las que venden en Once. Hay tanto color y sahumerio que es como si la habitación se te viniera encima. En un costado, al lado de la ventana –cubierta de una cortina de terciopelo rojo- tiene armado lo que, a mi juicio, viene a ser un altar. Un altar en miniatura con la diferencia de que acá no está Jesús, la Virgen o algún santo de condición dudosa, sino ese símbolo del ojo adentro de una pirámide. El ojo que todo lo ve. El ojo de Sauron que no se pierde nada. Desparramadas en degradé en una escalinata improvisada y cubierta por una alfombra verde inglés, hay velitas de colores. No es curandera ni hace tarot, es médica psiquiatra de la UBA. El título está colgado de una de las paredes más serias del consultorio, debajo de la biblioteca en la que hay varios libros de psiquiatría y el DSMV. Eso me da tranquilidad. El celeste lavanda de las otras tres paredes sirven de fondo para decenas de cuadritos con imágenes de mujeres de dos cabezas, diez brazos. Otras láminas tienen animales rodeados de fuego y algunos son soles antropomórficos, con ojos y labios sonrientes. Es como un cóctel new age heavy, pero es buena profesional, al menos, la viene pegando con el combo de pastillas que me dio. Me siento mejor y ya no ando llorando en los colectivos.
Vuelvo. La psiquiatra queda cerca de mi departamento. En Pampa y Estomba. A tres cuadras, en Pampa y 14 de julio, está Retamas, la casa de té con las mejores medialunas del barrio. Un lugar tan esnob que aunque ofrece wifi, no tiene ni un enchufe disponible. O sea, si vas con la compu ahí es porque tenés una batería aguantadora, o sea, es relativamente nueva y moderna. No es mi caso, mi máquina aguanta, con toda la onda, cerca de 40 minutos. Entré y me compré dos medialunas para llevar. Eran las últimas que quedaban. Son deliciosas. Livianas, con una capa como de miel por encima, bien húmedas. No me dieron bolsita, así que guardé el paquetito en la cartera y seguí caminando por Pampa.
Cuando vuelvo de la psic o de la psiq, me posesiona un sentimiento de alegría efímero. Lo tengo cronometrado, son, como mucho, dos horas. Me gusta que me digan lo que tengo que hacer. Que me den algunas pautas para la semana y creerme que, si hago caso, seré más feliz. Que cuando esté por rendirme, siga adelante, que no mire la angustia, que piense que soy una actriz que tiene que salir al escenario a cumplir un papel aunque sufra por adentro. Adoro esa imagen, aunque sea un lugar común –todos somos lugares comunes-: estoy en el camarín, me miro al espejo, intento maquillarme pero las lágrimas me vencen. Respiro profundo, cierro los ojos y me concentro en mi papel. Soy Cecilia, la periodista que tiene que escribir y hacer delivery de notas. Siento la sal de las lágrimas por la garganta, abro los ojos para tragarme el llanto y me paso un cisne blanco por las mejillas. En minutos estoy lista. No hay angustia porque soy otra. No soy yo. La verdadera está escondida en el camarín esperando a rendirse para siempre. No esta vez. Es un día más. Otro en el que logro escapar del abismo, que lo esquivo.
Iba a doblar por Melián porque es una de las calles más lindas del barrio. Adoquinada, con casas enormes de estilo inglés y un techo de tipas enredado. Pero me acordé de que tenía que comprar leche. La psiquiatra me había visto demasiado estresada y me había recomendado que, en cuanto llegara a casa, me hiciera un café, comiera algo rico y me sentara a mirar tele sin pensar en nada. Estos consejos me encantan porque me sacan la culpa del no estar trabajando delante de la pantalla de la compu, aunque en realidad, tal vez, esté leyendo tuits. Es como cuando iba a la facultad y deambulaba con los apuntes por todas partes para calmar la conciencia: “están ahí, los traje, no puedo leer ni estudiar ahora, pero si pudiera, lo haría”. Trampas mentales concientes.
Mamá dice que la leche dura tres días abierta y que después hay que tirarla. Siempre le contesto, porque es un tema recurrente en nuestras conversaciones, que, de acuerdo con su criterio, yo ya debería estar muerta. Viviendo sola y usando la leche sólo para cortar el café, un sachet aguanta una semana o más. Nunca le sentí gusto feo. Sólo una vez se cortó y la verdad que fue un asco.
No doblé en Melián porque necesitaba pasar por el almacén que queda al lado de La Juvenil. Un almacén para la gente rica del barrio. Un almacén en el que el sachet de leche cuesta nueve pesos. Un despropósito. Da bronca, pero es lo que pagás para ahorrarte las cuadras y la pereza del supermercado.
Eran las seis y media de la tarde. El atardecer de los primeros días de frío. Crucé Superí para quedarme de mi lado. En la esquina de Sucre divisé, media cuadra antes, a una señora que me miraba fijo. No la pude estudiar demasiado porque iba sin anteojos. Estaba vestida de negro con una bufanda verde y un abrigo hasta las rodillas. Por debajo, se veían unas botas altas con tacos angostos, incómodos. La mujer seguía mirándome. “Seguro me confunde con alguien o se colgó mientras espera el 113”, pensé. Estaba parada al lado del hombre poliédrico tanguero, la escultura del edificio espantoso de Town House. Entrecerró los ojos mientras cruzaba la calle. Me dio un poco de miedo, pensé que me estaba ojeando y que iba a tener que llamar a mi hermana por teléfono para que me curara –ahora el ojeo hasta se cura por chat-. De cerca, tenía los ojos celestes clarísimos, medio saltones, con grumos de rímel en las pestañas. Evidentemente, no me confundía con nadie. Dos metros antes de pasarle por al lado, me gritó “Ay, chiquita, tenés el aura destrozada”. No registré demasiado las palabras, sólo miré alrededor por si venía alguien, para evitarme el papelón. Un pibe caminaba por la vereda de enfrente fumando un pucho. Indiferente, en otra. “¿Qué?”, le dije. “Que tenés el aura destrozada”, repitió mientras seguía estudiándome como en un microscopio. Me reí de nervios. “¿Y eso qué significa?”, le pregunté canchereando. Había logrado asustarme un poco con el asunto. “Que tu aura está fragmentada, hay muchos espacios abiertos por donde puede entrar energía negativa. Son tus pensamientos. Es tu tristeza. Yo te puedo pasar energía del dios universal y curarte”, me respondió con naturalidad, como si andar hablando del aura con desconocidos fuera de lo más normal. Soy una chica religiosa, creo en Dios, rezo y me preocupo por ser buena de corazón con los demás. Es la síntesis de católica a la que llegué después de un montón de años de conflictos. Ahora, el tema de las energías, los chacras y las auras no entran en mis parámetros. A mí, si estoy triste, dame drogas, así de fácil. Las terapias alternativas no sólo me parecen dudosas, sino que me dan miedo. Pero esta señora parecía muy convencida y no tan loca. Hacía gestos con las manos, con las uñas largas pintadas de rojo, como dibujando el contorno de mi aura desquebrajada. “Está oscura”, agregó y quiso apoyarme una mano sobre la cabeza. Salí corriendo. Corrí dos cuadras hasta Juramento sin mirar para atrás. Muerta de miedo. Con los ojos llorosos. Antes de doblar y de meterme en casa, me di vuelta. No vi a nadie cerca. La alegría me duró menos de una hora, a la leche se le cortó la cadena de frío y las medialunas me las comí al día siguiente en el desayuno. 

martes, 12 de abril de 2011

Maravillas

Hoy no tengo ganas. De nada tengo ganas. Quiero salir en la bicicleta a despejarme. Esconderme por las callecitas de Parque Chas y echarme en alguna de las dos placitas. Dejar que el sol penetre a través de los ojos, que se meta por ahí y me ilumine el alma. Si los ojos son el espejo del alma, entonces, la luz del sol debería lograr iluminarla. O iluminar a las neuronas de este cerebro mío tan desconfigurado. Iluminar el pensamiento para cegarlo y que deje de funcionar, al menos, por unos días. Que piense en lo concreto. En lo urgente. Porque tengo cosas urgentes, es rarísimo, y sin embargo, esa urgencia no me urge. En cambio, me urge aclararme. Me urge un llanto de esos con espasmos, de esos que te dejan agotada, que dejan huella aunque te laves la cara con agua congelada. Hoy no tengo ideas. Las ideas se transformaron en un diálogo interno. Una locura obsesiva de pensamientos recurrentes que no son más que conflictos para resolver no sé cuándo. El sábado acompañé a mamá a las carmelitas. Cuánta paz había en ese lugar. Hablan con la gente a través de un sistema de ventana giratoria con redes que dejan pasar la voz pero que están cubiertas por un género oscuro para no verse las caras. Es tan relajante escuchar la voz de esa otra que habla con tanta serenidad. Mientras mamá charlaba con una de las carmelitas, nos fuimos con mi hermana al patio de la capilla. Un patio tan encantador. Para sentarse a tomar el té a media cuadra del puente de Jorge Newbery con el sonido del tren de fondo. Entramos a la capilla. Me senté y siempre empiezo a pensar que "hago que rezo". Que no me creo demasiado eso de rezar, que lo mío es un monólogo en el que trato de autoresponderme como si fuera Dios. Y Dios con mayúscula, sí, porque si Dios no va con mayúscula, entonces, ¿quién? Dios, qué hago con todo esto, para qué uso estos días, esta angustia, esta tristeza, qué sentido tiene haber gastado tanta plata en ropa hace un rato, no soy más feliz ahora ni antes. Una chica lloraba arrodillada unos bancos más adelante. Yo estaba sentada porque no puedo pensar cuando me duelen las rodillas. Y otra señora con una flor roja enorme en la cabeza, parecía meditar desde hacía rato. Cuando el llanto de la chica se hizo más fuerte, la señora de la flor se dio vuelta y con una sonrisa tan serena (serenidad es la palabra clave de este texto) le dijo que rezara y que fuera a tocar la reliquia de la madre maravillas. A mí con ese nombre no me da mucha credibilidad. La madre maravillas es una carmelita que todavía no es santa, creo, pero que está ahí. La imagen de la madre maravillas a mi me da un poco de miedo. No tiene rasgos angelicales, ni siquiera el gesto es demasiado agradable, de hecho, tiene ciertas facciones muy marcadas y una mirada fuerte. No es inspiradora, pero lo que no tiene de inspirador lo tiene de humana. Porque tampoco me convencen esos santos con caras de elevación constantes, no son humanos. Es fácil ser santo cuando Dios se te aparece. Pero lo cierto es que a la gran mayoría no se nos aparece ni aunque se lo roguemos (yo siempre le rogué lo contrario, me daría pánico) y creemos porque queremos no porque tengamos demasiadas pruebas concretas. Prefiero querer sin ver nada porque seguramente dudaría también de la naturaleza de la visión y ahí me terminaría de trastornar completamente. Y como prefiero querer y creer sin ver, también prefiero a los santos normales. Y la madre maravillas, aunque monja, tiene cara de normal. Detrás de la chica que lloraba, ma acerqué yo también a la reliquia dispuesta en una cajita de cristal. Prefiero no saber qué es la reliquia. Ojalá sea una partecita del manto y no una partecita de un dedo, por ejemplo. Eso me da tanta impresión. Toqué el vidrio de la reliquia y le pedí que hiciera alguna maravilla por mí. Estoy esperando madre wonderfulls.

Más tiempo pasa, más cerca estoy la despedida

Escribir para nada, para admirarme a mí misma. Para dejar que pase el tiempo. Porque quiero dejar que pase el tiempo. Que las horas pasen rápido porque cuánto más veloces, más lejos de la vida y más cerca del cementerio. Sí, lo dije, soy trágica. Soy novelera. Me gusta sufrir. Disfruto del conflicto. Sufro de verdad, no es un acting. No interpreto a la chica a la que no le dan laburo si no rompe las pelotas, tampoco hago que soy la que no tiene un mango, ni la que siente que le falta, que se equivocó de rubro y que, cuando medita acerca de un trabajo que le quede bien, sólo se le ocurre limpiar casas. Ni siquiera ser manicura, porque tampoco podría. Tengo un pulso pésimo. Me gustaría ser manicura. Pensaría solamente en las cutículas de mis clientas o en la forma redondita o cuadrada de las uñas y me darían cinco o diez pesos de propina cada una. ¿Querés francesita? Que quieran siempre, que es la que se cobra más cara, pasa que ahora no está de moda. Ya volverá, como todo. Como mi pelo sin raya que pensé que nunca más iba a volver a usar. A los quince aprendí a manejarlo bastante bien sin ninguno de los artilugios de hoy y lo llevaba así, al viento, de un lado al otro. Muy noventas. Y como ahora los noventas son vintage, recuperé mi antiguo peinado. El tema es que se ensucia demasiado, hay que lavarlo todos los días y plancharlo, con lo que implica la pérdida de tiempo de la planchita. Pero volviendo a la ecuación de origen: más tiempo pasa, más cerca estoy la despedida.
Sufro y soy esa. A veces, casi nunca, actúo de la otra. De la que no soy: la exitosa, la que todo el mundo adora, la copada, la simpática, la que se banca a todos, la que nunca ve lo peor del resto, la divina total que no registra el entorno. Me cuesta interpretar a esa. No soy buena actriz. Me sale ser crítica, soy mejor siendo antipática y haciendo comentarios llenos de malicia sobre todo lo que veo y escucho. Pero a la vez, soy generosa. Puedo ser un desastre en millones de aspectos, pero sé que si me voy al cielo es porque practico la generosidad con gusto y alegría. Me salió re frase Opus Dei, pero es así. Pasa que nadie valora la generosidad, no te pagan por ser generosa, sí por ser una forra que se hace la simpática. Y también, aunque la biblia diga que no es mérito, quiero mucho a las personas que me quieren. Y las quiero con todo el corazón. Me entrego completamente. Que me acusen de amargada, que todavía guardo sensibilidad en el alma. Aunque no sé. ¿Una amargada? ¿Por qué no se puede ejercitar el espíritu crítico y la duda constante? ¿Por qué cae mal? La gente me dice “vos y tu discursito agotador”. ¿Y ellos? Con su onda de ir siempre hacia delante aunque haya un paredón evidente que te va a partir al medio. Pero todos siguen adelante, confían, desarrollan su emocionalidad, hacen introspección y se jactan de sus años de terapia. 

Estar soltera es lo más (texto aún no editado)

sábado, 19 de febrero de 2011

Tila

Los pechos de Tila eran perfectos conos geométricos. Construidos, quizás, por una estructura de alambre, terminaban en punta, rígidos, inmóviles, peligrosos. Los recuerdo porque Tila solía abrazarme cada vez que venía a ayudar a mamá con la limpieza de casa. Martes y viernes, llegaba cargada de bolsas de plástico de negocios de Martín Coronado y un bolso de lana tejido, de esos con bordados de llamas y símbolos mapuches.
Había nacido y crecido en Chile y, cada vez que podía, recordaba su tierra de la infancia. A mamá le fastidiaba el continuo anhelo que venía acompañado con elogios a Salvador Allende y con críticas a Pinochet. Eran los ochenta. La ideología de casa no coincidía con la de Tila y, por eso, supongo que mamá se ponía de malhumor con el  permanente recrear de las imágenes chilenas del pueblo del que se había ido para terminar viviendo en los suburbios del Gran Buenos Aires.
Una vez fuimos a su casa en Martín Coronado, detrás de la Fiat. Ella y sus tres hijas vivían en una construcción a medio terminar. De los techos colgaban lamparitas sin pantalla y en el ambiente se respiraba sólo el polvo de cemento de las paredes cubiertas sólo por un revoque maltrecho. Una escalera sin baranda comunicaba hacia las habitaciones, aunque nuestra visita sólo se limitó a una merienda en un tablón sostenido por dos caballetes. Ese día, Tila estaba indignada con su hija Carmen porque, al parecer, había gastado demasiada plata en una cámara de fotos. Ale, mi hermana más grande, se comió un paquete entero de Cherry Lyptus y no quiso tomar ni siquiera un vaso de agua.
Tila limpiaba las casas de la gente del barrio. La de Olga, que vivía justo a la vuelta. La de Ana, que se comunicaba con nuestro patio por una pared tan baja que podíamos saltar y jugar todas las tardes con sus hijos, Celeste y Fernando. La de Malvina, la amiga de mamá que me enseñó a hacer ñoquis. La de Betty, la señora que nos hacía vestidos con las telas baratas que compraba mi abuela en la sedería Robert cuando diluviaba en Cabildo y Olazábal.
Sólo nuestra vecina directa, la señora Ada, repleta siempre de ruleros envueltos en pañuelos de seda, la había contratado para que fuera todos los días a su casa. Supongo que para limpiar la mugre de la decena de pajaritos, perros y gatos que alojaba en su casa, además de las eternas uvas que caían de la parra instalada en su patio.
Mamá siempre decía que Tila tenía lindo pelo. Corto, espeso, negro, sin una cana a pesar de la edad. Como sus pechos rígidos, su cuerpo también era macizo y fuerte. Corría todos los muebles para pasar la aspiradora, se trepaba hasta el techo para eliminar telarañas y hasta alguna vez la vi encerar el patio. A veces, las tareas se invertían y mamá preparaba té mientras Tila se acomodaba para mirar televisión en las sillas azules del comedor de casa.
Los pechos de mamá, en esa época, en cambio, eran redondos, rebosantes. Hacía poco que había nacido Mechi y en los abrazos se notaba la diferencia. Ahora, cuando miro películas de otras épocas, entiendo que los sostenes de Tila se habían quedado en la moda de los años 50, turgentes pero severos.
Los días en los que venía, Tila nos hacía la leche cuando volvíamos en micro del colegio. Nos esperaba barriendo la escalera de entrada o pasando un trapo a las persianas del living. A mí me encantaba que ella se encargara de la merienda. Leche con chocolate bien batida, sin grumos y pan con manteca y azúcar. Me gustaba escuchar su acento chileno. Tila siempre soñaba con regresar a su país alguna vez. Limpió nuestra casa hasta que nos mudamos a Belgrano. Ella siguió trabajando en Ciudad Jardín y viviendo en Martín Coronado. No logró volver a Chile. Hace unos años, llamó Carmen, la hija de la cámara de fotos, para contarnos que su mamá, ya jubilada, había muerto de cáncer.