lunes, 3 de octubre de 2011

Belleza (o veshesssa)

Volvía de Pilates congelada de frío con mis all star botitas marrones, el jogging negro, el saco de escribir marrón repleto de pelotitas, el pelo atado haciendo un símil rodete con una gomita y las bolsas del supermercado con la leche fundamental para el café que no había podido tomar más temprano porque me encontré con el peor del mundos una mañana de lunes: el sachet vacío. Lavé la taza y la cucharita, me tomé el trabajo de mezclar el café instantáneo con los cuatro sobrecitos de edulcorante para forzar un símil pastita de la que se logra con azúcar verdadera, esperé a que la pava empiece a tirar vapor, eché el agua adentro de la taza y, ya lista para el último paso, el necesario y fundamental chorro de leche. Y ¡ZAS! Sachet vacío guardado sin sentido adentro de la heladera. La frustración que se convierte en sensación física. Es lo que sucede cuando se espera  cierta resistencia natural de peso, pero no esta vez. Sujeté el portasachet verde de diseño comprado en Reina Batata con impulso y decisión y el brazo se me quedó tambaleando a la espera de un peso que no fue, junto con la desilusión y la certeza de no tener leche para desayunar. Si hasta tenía medialunas que sobraron del té de cumpleaños de ayer. Pensaba prepararme un festín en taza extra large. Cambié los planes. Dejé el desayuno para la vuelta y me fui a Disco, que queda al lado de Pilates, a comprar leche y otros insumos para la semana en general, como queso de máquina, sobrecitos de jugo clight y chocolate.
Entonces, vuelvo. A las 11 y 15 volví a casa. La semana pasada comenzaron los arreglos de la fachada del edificio. Todos los vecinos del consorcio queremos que nuestras viviendas coticen bien, considerando, además, que vivimos en un lindo barrio. Pagamos 100 mangos de expensas porque no tenemos administración, nos administramos nosotros y, aunque nunca nadie es responsable de nada, tampoco hay tanto para hacer. Yo me ocupo de controlar a la chica que viene a limpiar una vez por semana, de pagarle con la plata que me da Ignacio, el flaco del segundo A, un soltero que vive acelerado y que se junta día por medio con amigos que, con alrededor de 40 años, gritan un lunes o un miércoles desde que llegan de jugar al fútbol hasta las cinco de la mañana. Acá igual, a todos nos importa muy poco y nadie se queja. A mí no me molesta nada. Y de paso, así me justifico cuando pongo música muy alta a partir de las nueve de las noche, la hora de la medida de whisky y del baile desenfrenado en la cocina.
Me pierdo. Cuando llegué, me encontré con los dos albañiles que están arreglando el frente del edificio. Uno estaba trepado a una escalera pintando ladrillos y el otro salía atravesando la puerta de entrada. Es el mismo que la semana pasada estuvo haciendo las primeras refacciones en el balcón, al que atendí en un estado más deplorable que el de esta mañana. Tanto que, cuando esa misma tarde me lo volví a cruzar cambiada y maquillada para ir a hacer una nota me dijo “no te reconocí, estás linda, siempre tenés que estar así”. Y yo me reí y le agradecí con mi mejor sonrisa porque me pareció un señor grande y serio, un abuelito con buena onda.
Nos cruzamos en el umbral de entrada. Buen día le dije yo y el me contestó con un Hola linda aceptable. Yo venía pensando en el recorrido de La Plata que tenía que escribir y no pensé nada, sólo cerré la puerta y la dejé caer porque pensé que el señor la iría a sujetar antes de que se cerrara con todo el peso y la inercia. Pero no, el hombre no hizo nada salvo gritar de dolor cuando el dedo que tenía apoyado sobre el marco fue víctima del golpe que le dio la puerta antigua de madera de la buena, como dicen que se hacían las cosas de antes. Le salía sangre por la uña y por la yema. El dedo había quedado parecido a los dibujitos animados que quedan sin dimensión cuando los pasa por encima un tractor. Me di vuelta del susto, antes de subir la escalera, y vi al hombre sacudiendo la otra mano como clara señal de dolor. Como muestra de reparación y de amabilidad, le dije que viniera a casa a lavarse, que además yo podía ponerle una venda para cubrir el desastre. Y subimos. Le dejé que me ensucie una toalla con sangre para secarse y le di el jabón Espadol líquido que alguna vez compré en plan “me voy a armar un botiquín”. La venda y la cinta las tenía de cuando me quemé con agua caliente en el verano. Con mis uñas pintadas de rosa Barbie, le vendé el dedo, el del medio, con delicadeza porque el señor decía ay ay cada dos segundos. Después inventé un capuchón y con la tijera de cocina corté la venda y la cinta.
Cuando se fue, me hice el café y me senté a escribir el recorrido, mientras mis amigas me comentaban por el Gtalk el cumpleaños té del día anterior. Entre el barrio Meriadiano y la camisita divina de Paula de estreno, sonó el timbre de casa. Abrí sin mirar, como siempre. Era el albañil que venía con la venda completamente roja y un nuevo pedido de que lo auxiliara. Repetimos el operativo y le recomendé que se fuera al Pirovano a que lo revisaran porque la herida se veía horrible, el dedo deforme.
Alrededor de la una de la tarde cuando estaba a las puteadas con el recorrido, volvió a sonar el timbre. Preparada para el discurso de “no me queda más venda”, abrí la puerta. Pero no, era el albañil, sí, aunque esta vez con la mano vendada por un profesional y una radiografía en la otra. Al parecer, el golpe le quebró una falange. Sentí un poquito de culpa y lo hice pasar. “Todo mal”, le dije haciendo que miraba la radiografía interesada a la luz de la ventana del living, como si entendiera algo. “Perdón”, agregué, “fue mi culpa”. El albañil que, vamos a decirlo, se llama Roberto, me contestó que no, que él se había quedado mirándome por lo linda que era y que se distrajo y que la culpa, en todo caso, era de mi “belleza”. Pronunció la palabra belleza, literal, dos veces porque después agregó “vos sos una belleza”. Y yo me reí nerviosa y caminé tres pasos acelerados hasta la puerta de casa. Roberto se dio vuelta, me pidió que no lo tratara más de usted y me agarró la mano con fuerza intentando acercarme a él. Metí resistencia y le dije que se cuide, que aproveche para descansar, mientras él aprovechaba mi discursito de neutralidad para acariciarme el dedo del anillo de flores. Te dejo mi tarjeta para que me llames. Ah, buenísimo, le contesté, la leí y le dije que estaba bueno que hiciera arreglos de toda clase. Sí bueno, pero vos me vas a llamar para que te invite a comer y salgamos. Veremos, veremos, le respondí con la mano todavía atrapada en la suya. “Sos irresistible”, sabés y por fin me soltó la mano para acercarme la cara e intentar darme un beso. Un beso en la boca, sí. No llegó. Me corrí con los reflejos necesarios y le pedí que no se desubicara con la mejor cara de culo que me salió porque, a la vez, me daba risa toda la situación. Perdoname, es que sosss tan linnnda, espero que llames, igual, te veo cuando retomemos el trabajo.     

4 comentarios:

Anónimo dijo...

sera cierto?

Cecilia dijo...

¡Claro que es cierto!

Anónimo dijo...

No parece nada cierto... Que un albañil no se propase y se vaya como vino, es creíble. Pero lo de "linda"...

Anónimo dijo...

hace mucho que no escribis mas.... que paso?